Amar a una mujer con pasado III
Ernesto Adair Zepeda Villarreal
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La piedra tiene que dejar de rodar por la colina eventualmente, así como se asientan los restos del café en el fondo de la tasa cuando nadie queda sentado a la mesa. Todo acaba por llegar a su sitio, en un momento, en un breve pensar. Así pasa también con las relaciones humanas, en las que la cordialidad, la comodidad, la serendipia o la rutina se instalan primero, luego ramifican en sus propias maneras. Los compromisos so difíciles, se van cumpliendo, o no, y hay cambios de los que nadie se previene. Así es la vida, llena de imprevistos. Los acuerdos implican un estire y afloje de egos, la inflamación de las costumbres heredadas, e incluso también de las mejores soluciones probadas de manera unilateral; y todas las batallas heredadas a través de la sangre. Cada palabra cuenta, y en suma son un espacio móvil dentro del aire, ya que la vida cotidiana obtiene las formas de la casualidad, y depende en su mayoría más de la suma de probabilidades que de la conciencia sobre los hechos y los beneficios deseados de una serie imperfecta de elecciones. Por otro lado, es poco realista sentenciar que la complejidad de lo cotidiano se pueda reducir a un sofisticado programa de actividades de salón.
Nos echamos debajo de sombras peregrinas a lamernos las heridas, que son la herencia de los mayores que es poco fácil de soltar. Aprendemos por imitación, confirmamos por costumbre, y andamos adelante como si fuéramos animales de carga. Es inevitable el conflicto cuando dos bestias de establos distintos se adecuan al mismo aparejo, y a fuerza de primeras impresiones tratan de llevar un ritmo equilibrado. Esa es magia del cine, y del malo, ya que cualquier proceso requiere de a calibración de los elementos que intervienen en la configuración de su sistema. A veces esa calibración es sensorial y poco costosa, otras es una descarnada guerra de la lógica infantil que va trascendiendo las décadas, sin ninguna posibilidad de conciliación. Las relaciones humanas son especialmente complicadas, porque se completan con la imperfección de la memoria, y cargan con un elemento político que define la expresión de sus formas y la severidad de sus proyecciones. Hasta el punto en que se vuelve una vulnerabilidad existencial ceder ante formas distintas de resolver los problemas más tribales, si son exteriores, ajenas a nuestra identidad original. Incluso eso, pasa.
Cuando se puede llegar a un punto de equilibrio, hay sitios donde se establecen alianzas y se pierden o ganan batallas, se entiende al contrincante, y se aprecian las diferencias que inscriben la piel. Somos el resultado de nuestras propias experiencias, aunque también de los aprendizajes de los otros que han incidido en nuestra definición individual. La mayor habilidad que se puede poseer es la adaptación. Con ella, es más sencillo desprenderse de ciertas ideas, de conceptos instalados en las costumbres, para tener la voluntad de aprender, de modificar, de reconstruir. Aprender a vivir con cualquier persona, independientemente de la naturaleza de la relación, conlleva a reconocer los modos y formas que nos importan. También vislumbramos los de la otra persona, y esperamos que la confrontación sea lo menos violenta posible. A veces se imponen las ideas propias, a veces se adoptan las externas, y muchas veces más se descubren caminos novedosos. Cada hogar se construye a sí mismo, con sus reglas propias, y con sus defectos innatos.
Es difícil aprender a soltar, porque más allá del orgullo, es una necesidad de pertenencia, es un grito desesperado en el que nos reconocemos parte de algo que viene desde antes, y que nos da seguridad. La frontera abierta es sinónimo de peligro, de incertidumbre. Más allá de estas tierras conocidas hay misterios tan densos como la sangre, experiencias inexploradas, y la dorada incertidumbre de lo que pudiera llegar a ocurrir. El puente se construye desde dos direcciones, deseando locamente que el punto de encuentro cuadre a la perfección, o cuando menos que sea funcional. El deseo de la interacción es mutuo, así como el rencor o la duda. Por tanto, la voluntad que se requiere para lograr descifrar semejante enigma debe ser suficiente, pero no debiera consumir demasiado tiempo o energía. El amor requiere de la voluntad, sin que sea necesario el sacrificio o la inmolación abnegante que cimbre la identidad personal. No es sencillo, aunque tampoco es imposible. Somos perros de guerra, descubriendo constantemente todas las diferencias que estriban en las situaciones menos esperadas. A veces nos tiramos en silencio a reposar la sangre en la piel, otras ayudamos al otro a lamer sus heridas. Cuando no se puede llegar a un acuerdo mutuo, tal vez todo lo demás sale sobrando. El camino queda por delante. Es hora de descubrir algún nuevo paradigma en tierras lejanas.