Editorial

Crónica de un aeropuerto – Ernesto Adair Zepeda Villarreal

Crónica de un aeropuerto

Ernesto Adair Zepeda Villarreal

Fb: Ediciones Ave Azul X: @adairzv YT: Ediciones Ave Azul Ig: Adarkir

 

Hay algún punto de la vida, muchos de nosotros, tendremos que a atravesar un aeropuerto. Es casi común, salvo que gran parte de la población jamás usará ese medio de transporte, evidenciando el privilegio, palabrilla más cargada de resentimiento que de utilidad. Así que asumiremos que la necesidad laboral es un capricho de clase. En todo caso, el aeropuerto es una estación donde en vez de abordar autobuses, que son máquinas de metal que avanzan por empujones basados en explosiones, se abordan aviones, que son máquinas de metal que avanzan con explosiones, pero en el aire. Siempre se acude a la metáfora de Ícaro, el relato mitológico de tratar de alcanzar algo que nuestra biología no permite, aunque el ingenio sí. Además, es un espacio geográfico que puede suscitar pasiones políticas, poco basadas en la planeación o la inteligencia táctica, pero sí en la ideología (léase en cualquier lugar del mundo, cualquier tiempo).

Llegamos en la mañana, con la esperanza de atravesar un proceso sencillo. El destino, por su parte, tiene sus propios caprichos, así que después de esperar más de seis horas sin la menor claridad por parte de la aerolínea, más que un escueto anuncio en las pantallas de despegues (o departure, que es una palabra más hermosa para la situación) indicando las demoras. Varias vueltas después al mostrador de la aerolínea soltaron un misterioso “Demora por atención mecánica”, que bien pudiera ser una prudencia técnica en muchos de los casos, pero se hace evidente de su improvisación al hacerse entre vuelos programados. Así que no es una simple revisión, sino una de emergencia, porque las cosas ocurren, y nada es ni perfecto ni estable, y las máquinas se apegan a las reglas de nuestra realidad física, y se desgastan y sufren y se degradan. El Titanic se hundió por avaricia, sabemos, así que poco podemos esperar de las aerolíneas, o casi de cualquier organización, sea pública o privada. Hay pocos accidentes aéreos, revisen las estadísticas, pero su fatalidad es muy alta. Tiene sentido, son miles de metros sobre la tierra, dentro de una caja de metal con alas, disfrutando de la caída libre, de la aceleración gravitacional.

Así que prevenirlo no parece una mala idea. En especial de quienes conducen esa caja. Seis horas después, el avión llegó, aterrizó, lo limpiaron por dentro, y lo estacionaron en su puerta de salida asignada. Hay muchos vuelos, y no tantos aviones, para que sea un medio de transporte rentable debe estar en movimiento constante. Es evidente ahora que lo pienso. Da lo mismo esperar en su sitio que en otro, dar la vuelta por los pasillos, revolver los aparadores de las tiendas con la curiosidad de quien piensa que son precios desproporcionados. El tiempo pasa, no hay a donde ir por el momento. Las charlas también se agotan si se les da el tiempo suficiente. La gente se congregó, fastidiada, porque el destino es un placer hedonista, o una necesidad hedonista, o un privilegio injusto, y el tiempo apremia. Cada quien podrá elegir. Pienso en dormir en el piso, puede que sea poco elegante.

Las eternidades se adaptan a las circunstancias, pensaba Einstein. Más espera. Se abre el abordaje, división en filas poco claras, y menos indicadas con claridad, por lo que hay que cambiar de fila a las prisas. Buen humor por el cambio de la situación, pronóstico agradable del término de la jornada. Revisión del boleto, caminar por un pasillo pequeño, esperar, caminar lentamente, hacer ruiditos con los pies, esperar, abordar la cabina. Leer el número de asiento, esperar en la fila, buscar, encontrar, sentarse. Los asientos del avión son interesantes, me gustan los cinturones, su mecánica simple pero eficiente. El barullo de las conversaciones mezcladas acompaña a los últimos en colocar sus pertenencias en las cabinitas, en sentarse. Estamos más cerca que antes, debe ser algo bueno. Las aeromozas caminan revisando los cinturones, dando alguna que otra recomendación. Son muy bellas, no tanto por fetiche, sino por sus uniformes, muy agradables. Ruidos de carga, movimiento al exterior. Un último viajero atraviesa el pasillo, chaleco azul. Más ruido, pasos próximos, regresa por dónde vino. Poco después las aeromozas. Sospechoso.

Una voz suelta distorsionada por la bocina principal del avión (que no es la de los anuncios comerciales por algún motivo) anuncia de improviso: “Tras una revisión de seguridad, no hay condiciones para confiar en el estado de los motores. Se les debe dar mantenimiento de emergencia. Abordaremos otro avión. Disculpen las molestias”. Curiosa situación, sentimientos encontrados, como la rata que quiere escapar del laberinto, y al mismo tiempo agradece la seguridad de la caja; la misma caja, la física como la mental. Transitorio silencio, toca el privilegio de caminar de nuevo, esperar, hacer fila, revisar el boleto, esperar, sentarse, aguardar la salida. Ícaro la tuvo fácil, nadie estaba allí señalando que los demás no tenían acceso a los mismos recursos, y que su caída era una muestra del desequilibrio social. Voló, voló tan alto como pudo, sin tener en cuenta que el complejo proceso de poner en el aire un objeto que no fue diseñado para volar requiere de precauciones adicionales. En teoría la salida sigue programada, en algún momento llegaremos al destino. En la sala de espera una bocina con una voz distorsionada da un mensaje que nadie comprende.

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