MI CABALLO NO ERA MIO
Envejecer es como escalar una montaña; mientras se sube las fuerzas disminuyen, pero la mirada es más libre, la vista más amplia y serena. – Ingmar Bergman
Gloria Chávez Vásquez
No sé cuándo empezaron a llamarle Cochise. Ni tampoco por qué lo llamaban así, cuando era un caballo alazán de color caramelo, su piel brillosa, lozana y rozagante. En el establo siempre fue un ejemplar de campeonato. Listo a salir disparado en el momento preciso.
Ahora, permanecía tranquilo, disciplinado, pero con la energía aun brincándole por las venas. Por eso me sorprendió su lentitud, el día en que decidí montarlo y salir por las calles de ese pueblo que conocíamos al dedillo y nos era a la vez tan foráneo.
¿A qué escapábamos sino al encierro?
Como entrenadora, primero había vivido en aquella antigua casona, especie de museo y biblioteca que me habían dejado por herencia, y a la que trataba de decorar con algún cuadro o escultura moderna que no sabía dónde conseguir porque los lugares que visitaba, se limitaban a las ventas cotidianas. Había querido comprarle una nueva silla de montar, pero había desistido por aquello de que, como mis hijos con su padre, lo tenía todo. ¿Qué más podía darle?
Había entrado a la tienda de deportes, a la de arte, a la de departamentos y había salido con las manos vacías. Todo este tiempo pensando encontrar un objeto, un cuadro con alguna escena que quedara como testimonio alegórico de su vida, por lo menos en el espacio de una biblioteca, sin éxito.
Recordé al grupo ecuestre que entró, inesperadamente, en el Hall de la Fama. Vestían como vaqueros de su propio oeste. Esa hubiese sido una pintura o una fotografía realmente excepcional. Les agradecí, les dije que todos estaban soberbios, pero… habían entrado sin pedir permiso, sin llamar, sin avisar y tenían que irse porque era invierno y estábamos fuera de temporada.
Cuando montaba a Cochise encontraba cada vez su postura más enclenque. Debía ser el encierro me dije, pero no, era la edad. Ni el caballo ni yo éramos tan jóvenes. Aun así, trotó lo mejor que pudo por esas calles polvorientas, tanto que tenía que aferrarme para no caer hacia atrás. Agarré sus ancas con las mías y me así de las bridas lo mejor que pude. El caballo percibía nuestra inseguridad mutua y aminoraba el paso.
Aquella mañana llegamos al rio donde jugueteaban los chicos. Dirigí a Cochise a bordear y si acaso, como haría un buen jinete, desmontarlo para que se diera un baño y tomara agua pues estaba sediento. No se atrevió a tirarse, sino que bajó a la ribera y se introdujo tímidamente en el agua, bebiéndola con desespero.
En medio de la algarabía de los muchachos y la gente, lo miraban y aun lo reconocían. Había sido el campeón nacional por varios años y su imagen todavía estaba en la memoria colectiva como icono del triunfo. ¡Cochise!, ¡Cochise!, le gritaban.
Cochise se sumergió y desapareció de mi vista. Me senté en un morro a esperar que emergiera.
Una mujer me dijo que ya era hora de deshacerme del caballo. Que por lo menos lo utilizara en los campos de terapia para los chicos con Down Síndrome. Podía prepararlo para eso. En efecto, el trabajo apareció, y nos dieron un contrato. Solo tenía que llevarlo al campamento un par de días a la semana y esperar a que terminaran las dos sesiones de Cochise.
Pero su esfuerzo solo duró seis meses. Lo llevé al club equino para cepillarlo. Acariciaba su piel, aun tersa, pero opaca. Cochise estaba más renco que nunca. Quise llevarlo a la piscina, pero en lugar de eso se tiró al lodazal y no quiso ya levantarse.
Comprendí entonces que la vejez me arrebataba a Cochise.
De la serie La Costra Nostra (2024)
Gloria Chávez Vásquez escritora, periodista, educadora reside en Estados Unidos