La estéril verborrea II
Ernesto Adair Zepeda Villarreal
Fb: Ediciones Ave Azul X: @adairzv YT: Ediciones Ave Azul Ig: Adarkir
Me hago viejo, obstinado, y necio. Supongo que hay algo de inevitable en esa trinidad de la fatalidad. Sin embargo, creo, que esto de comenzar a tener dolencias recurrentes y obsesiones por cómo acomodar los objetos en la casa, tiene su lado positivo. Al menos, desde la despiadada necesidad de escribir barbaridades sin el menor filtro, sin la menor cadencia, sin la menor mesura. No me refiero a los temas, ya que la autocensura es un tema aparte, quizá debatible, pero que no atañe a la terrible capacidad de la verborrea. Y es que sucede que cuando uno se toma tiempo en dejar reposar algunos textos de la febril juventud, quizá años, décadas a veces, se da cuenta de la terrorífica marea de vocablos, adjetivos y conceptos, normalmente mal aterrizados, que se han dejado como testimonio de la inmadurez, de la experimentación, de la inexperiencia. Como escritor, especialmente de poesía, me dejé llevar más por la marea que por la calidad, pienso ahora, y edito textos que se quedaron aguardando en la gaveta, suspendidos del resto del tiempo que continuó de largo. Es un trabajo desgastante.
Aquellos no sólo eran textos febriles, sino un auténtico alud de lo innecesario, el ejercicio de la irreflexión, de la vacuidad, de la sonoridad casi pornográfica y sin miramientos que se desparramaba a lo largo de las páginas. Como un niño pequeño que aprende a hablar o a hacer un truco, y que continua permanentemente porque es algo novedoso, escribía más por inercia que por razón, y eso ha quedado plasmado en poemas que ahora edito con un cuchillo de carnicero, soltando golpeas a ciegas porque de cualquier manera sólo puede mejorar antes de empeorar. Duele aceptarlo, en la juventud parecemos más monos cilindreros que auténticos conocedores de lo mínimo del mecanismo que ejerce el sonido. Porque ideas interesantes había, pero la ejecución era terrible, los mensajes parcos y confusos, y el resto es un aluvión de adjetivos y configuraciones vocales por demás sosas y mediocres. (No es que haya mejorado realmente, pero cuando menos, me da un poco menos de vergüenza al leerlo un par de meses después). Además, me gusta la palabra verborrea porque es fonéticamente cercana a su verdadero sentido, la diarrea. Un flujo continuo de oraciones y pensamientos sin principio ni orden, descompuestos, signo de la mala comprensión de las habilidades adquiridas, así como en el estómago, y al mismo tiempo de la novedad de ejercer un oficio desde la intransigencia.
Pero es algo que se cura, espero, por agotamiento, porque no sé si haya sabiduría en las ediciones que ahora se hacen, o si el día de mañana veré con el mismo desespero esto que ahora me parece ‘rescatable’, ‘publicable’, ‘legible’. Claro que hay una virtud, y es la de la tarea ardua de registrar pensamientos, de ir evolucionando, como quien se mira en el espejo y nota con claridad las arrugas que antes no estaban allí. Ese testimonio da cuenta del proceso más que del mensaje, y en ello hay una espiga que se crece al calor adecuado. Ahora que me siento a trabajar en esos textos, no me reconozco plenamente, aunque un hilo de esa voz hace resonancia con la actual, un vestigio como el apéndice, que no ha muerto. Madurar como escritor implica dejar ir los textos, las ideas, las imágenes o metáforas, a veces cómicas, a veces casi infantiles, que construyeron un instante de ese meta narrador que es la conciencia escritural.
Cuando uno se hace viejo, comienza a valorar la mesura, la brevedad, lo más directo. No hay nada de malo en el circo, en el goce del lenguaje, en la fiesta del sonido. Sin embargo, debe florecer la maestría en ello, y no sólo la pasión. Se debe afinar el instinto, entrenar los dedos con consistencia, pensar lo que se escribe. Envejecer implica el acto de tomar control sobre uno mismo de manera en que se reduzca la redundancia, de ser claro, de ser eficiente, de ser prudente y respetuoso con el posible lector, aceptando que la vida es corta y los textos muchos. Madurar como artista requiere aprender a usar de manera amable y eficiente el lenguaje, evitando los claroscuros no planeados, las heridas en la mala conceptualización, y la sutil inteligencia dentro de aquello que se aborda. Decía Huidobro que no había que cantarle a la rosa, sino hacerla florecer en la mano. De eso se trata, de pulir la pluma hasta que sólo una línea sea lo suficientemente valiosa al ser escrita, y que en su poderoso mensaje se reconstruya el mundo, no un panfleto nefasto y aletargado de tediosa verborrea.