Editorial

VERANO DE 1984 – Diego Covarrubias

Diego Covarrubias

Conversaciones del Taller Malix

Tema 6: De viaje

Parte 3

 

 

VERANO DE 1984

Diego Covarrubias

           Éramos tres amigos recién graduados de preparatoria en el verano de 1984, recorriendo el estado de Oaxaca en busca de aventuras y de nuestra propia identidad. Éramos libertad y futuro, sueños que empezaban a soñarse. Éramos Pink Floyd y María Sabina, Zipolite, Mazunte, Chacahua, Monte Albán, la sierra norte. Éramos tres amigos riéndonos de la vida, olvidándonos, quizá por última vez, de tener que empezar a ser quienes estábamos destinados a ser. Ese día en particular caminábamos por la sierra norte bajando los mangos de los árboles a pedradas, pelándolos a mordidas, y comiéndolos sin preocuparnos de las pegajosas hebras amarillas que quedaban atrapadas entre los incipientes pelos de las barbas que ya poblaban nuestros mentones. Éramos, en fin, tres almas libres caminando por la Sierra Norte de Oaxaca, sin rumbo fijo, sin más equipaje que un par de camisetas, unos tenis con las suelas agujeradas y una tienda de campaña para dormir donde nos diera la gana: al lado de un arroyo, a la sombra de un árbol, siempre bajo las estrellas.

          Todo lo anterior éramos ese día de agosto de 1984 en el que empezó a llover a cántaros y tuvimos que refugiarnos en el pueblo de Guelatao, en aquel entonces, un pequeño caserío de poco más de cincuenta habitantes. Llegamos empapados y ateridos. Una anciana canosa y enrebozada nos dejó acampar en su parcela, bajo una tupida empalizada de ramas. Nos invitó a cenar un guisado que todavía humeaba sobre un comal de barro cocido y nos dio de beber una bebida blanquecina y viscosa, y nosotros comimos y bebimos con el efervescente ímpetu de nuestra juventud. La anciana no dejaba de decirnos “diidxazá”, que en zapoteco significa “bienvenidos”, y de sonreírnos con una sonrisa desdentada y amarillenta, que ahondaba todavía más las profundas arrugas de su rostro.

Al día siguiente, nos despertaron los alegres cantos de los cormoranes oliváceos y los luminosos rayos solares que se colaban entre el húmedo follaje de los oyameles y encinos. Inmediatamente sentimos dos disfunciones metabólicas que por separado son calamitosas, pero que juntas son catastróficas: diarrea y tos. Supusimos que eran consecuencia del atracón de mangos de la víspera, combinado con el consumo de los menjurjes que nos había dado de comer y beber la amable anciana y del clima serrano, frío y lluvioso, de aquellas latitudes. De alguna manera gestionamos el retorno inmediato a la ciudad de Oaxaca a bordo de un camión destartalado que brincaba de bache en bache por estrechas carreteras mal pavimentadas que serpenteaban entre las pendientes de la sierra. El trayecto duró cinco horas y fue más penosa que la retirada del ejército de Aníbal por los Alpes suizos con todo y sus gigantescos elefantes, después de haber sido derrotado por las legiones del general romano Publio Cornelio Escipión en la batalla de Zama, al final de la Segunda Guerra Púnica.

Ya en la ciudad de Oaxaca, terminamos encamados y entubados en una clínica del seguro social, entre fuertes dolores gastrointestinales y una tos flemática, violenta e insolente. Más tarde supimos que lo que habíamos comido la noche anterior era armadillo envuelto en hierba santa, con chichilo, tortilla quemada y salsa de cincoquelite, y que lo que habíamos bebido era tejate, un brebaje hecho con maíz, flor de cacao, hueso de maguey y mezcal. Si a esto le sumamos los mangos que ya llevábamos almacenados en nuestras barrigas, es fácil imaginar la rebelión de jugos gástricos que violentaba nuestras tripas.

Ese promisorio verano de 1984 terminó así; entre antibióticos de alto espectro, escalofríos, sudoraciones repentinas, espasmos y fiebres corporales de más de treinta y nueve grados. Nos dejó débiles y temblorosos hasta bien entrado el otoño, pero también nos dejó tres grandes tesoros que hemos aquilatado a lo largo de nuestras vidas: los sólidos cimientos de una amistad que ya rebasa los cincuenta años, el gusto por la música de Pink Floyd y Cat Stevens y, sobre todo, el aprendizaje de que a la vida no hay que tomársela muy en serio; un día estás comiendo mangos en la Sierra de Oaxaca, y al día siguiente estás vomitando carne de armadillo y cagando sangre en la clínica de un hospital de una ciudad, a la que desde ese día, recordamos como patrimonio cultural de la enfermedad.

Diego Covarrubias es chilango de nacimiento, pero ha echado raíces en el suelo poroso de la península de Yucatán. Galardonado con segundo lugar en el primer concurso estatal de cuentos “Rafael del Pozo y Alcalá”. Tiene obra publicada en diversos medios y un libro íntimo titulado Entre la memoria y la imaginación.

 

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