Editorial

Los amores que he dejado ir XIII – Ernesto Adair Zepeda Villarreal

Los amores que he dejado ir XIII

Ernesto Adair Zepeda Villarreal

Fb: Ediciones Ave Azul X: @adairzv YT: Ediciones Ave Azul Ig: Adarkir

 

Aconteció en algún momento de la juventud, en ese extraño espacio de la mocedad preparatoriana, que la descubrí. Su imagen era la de una delgada flor, propia de la provincia, con el seño adusto, pero delicado, los labios firmes en una modesta línea, y sus ojos castaños. Asumo que esa del Bajío, porque esa era la vibra que proyectaba, quizá un poco al norte, quizá de un mundo un tanto más desconocido. La miraba con discreción, tratando de extraer del aire que la rodeaba su nombre, sus gustos, la materia con la que se iban sosteniendo sus pasos. Lo cierto es que jamás lo supe, ya que algunas ramas en el árbol de la vida se quieran de manera abrupta. A veces con blusas holgadas, otras con pantalones acampanados, y su coleta alta de cabellos castaño y largo. Siempre era un espectáculo descubrirla paseando por los salones, dibujando su silueta entre el follaje, siendo bella. Un detalle final, a mi gusto, la completaba. La señorita poseía un fino manto de bello sobre sus labios, que son bien conocidos como el bozo.

En gustos se rompen géneros, se dice de la música, pero también en cuerpos. Somos criaturas complejas, que buscamos o repelemos detalles circunstanciales, elementos que nos hacen únicos o genéricos, y que pueden tener una sólida base estética en la fortuna, la familia, o los cánones de belleza dominantes o dominados. Qué sé yo. Pero eso me resultaba lindo, coqueto. Más allá de pensar en si cumplía o no con los requisitos de la feminidad, la seguridad de su porte se adelantaba, además de ser notoriamente única, de transgredir la comodidad en una varianza salvaje, libre. Era un solo elemento, de muchos, pero uno de los más significativos; a falta de profundidad en su inteligencia, que se delataba desde los ojos. No era amor, sino curiosidad, la búsqueda de la beldad en cada una de sus expresiones, dado que las mujeres poseen los secretos que traducen su individualidad en un atractivo formidable.

Por mi parte, tosco, desparpajado, andando a ciegas una adolescencia incompleta. Buscando en la rebeldía de las tribus urbanas un mecanismo de conciliación a la soledad, poco tenía que presentar. La mayor gala de mis dones, pienso, son invisibles; por no decir inexistentes. Aun así, divagaba por el horizonte para verla pasar, para adivinar en los estrechos pasillos la efigie de su rostro, por breve que fuera el momento. Acostumbraba a sentarme a mirar pasar a la gente de largo, no como un siniestro asechador, sólo fluyendo, revolviendo en las demás facciones la mía propia. Y en una escuela, es difícil que las rutinas no se vuelvan predecibles, esperables. Por semanas, o tal vez meses, me acostumbré a identificarla en la multitud, sin mayor malicia o pretensión que contemplarla. Uno es débil, y sede a la tentación de acercarse, aunque todos los sentidos autodestructivos pretendan lo contrario; y sin el auto-odio, sólo el afinado espejo de esa orfandad frente al resto del mundo.

Ingenuo, como cualquier joven (porque esa es una edad propia de buscar los límites conocidos en favor de la plenitud), quise saludarla, darle a conocer mi existencia, y por qué no, intercambiar algunas palabras. La transgresión de la fantasía hacia el mundo real puede llegar a pagarse cara, porque las expectativas no necesariamente cuadran con los sucesos que se asientan sobre las piedras. Y he allí quizá parte de la justificación de hechos. Al verla pasar busqué reunir valor para hablarle, de manera que detuviera su marcha para intercambiar algunos diálogos. Tal vez la premura, o la lentitud de selección de palabras, quizá la hora, un día complicado y sus accesorias preocupaciones, la presencia de curiosos, la ausencia de conocidos, la posición de la luz, el hartazgo de ser abordada por extraños, o los simples gustos personales, motivaron su rotunda respuesta. Su ‘No’ fue paralizante, en algún grado doloroso, tal vez por inesperado, por lo inmediato. La observé marcharse por la vereda, grácil, enérgica, diáfana.

No la culpo. El choque cultural, los símbolos y las pre-concepciones, las dinámicas sociales entre regiones de un país atomizado en naciones independientes, y esas ideas previas que tenemos hacia los otros (su extrañeza, sus modos, su otredad), a veces pueden ser intimidantes. O el simple deseo de mantenerse inmutables, completos dentro del imperturbable capullo de nuestra rutina ideal. Para la mayoría de los hombres, el rechazo es parte formar de su aprendizaje emocional, de las condiciones en las que conviven y ejecutan su propio destino. Eso no lo hace ni más sencillo, ni lo romantiza, pero es una cuña con la que se debe cargar en la vida. Tampoco justifica la violencia. Sólo es una de las múltiples diferencias entre los géneros y las épocas. Tal vez por eso sea tan contrapuesta la visión de hombres y mujeres, donde la resiliencia de unos se traduce en adaptarse en silencio, y de otros de un escandaloso escape ante la insistencia. Quedan estas palabras y la memoria de lo irrelevante, lo que pudo ser y no fue, de lo que deja pequeñas muescas indoloras que al cabo del tiempo terminan cambiando el paisaje que nos constituye.

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