Que se lo cuenten a España, primera de grupo con apenas un triunfo por la mínima mientras México cuenta sus partidos por victorias y aún no sabe si seguirá en el campeonato. El fútbol moderno ha firmado su última pirueta consiguiendo que ganar esté sobrevalorado, cuestión que tuvieron muy pero que muy en cuenta Francia y Dinamarca.
Porque con el botín anterior daba para que el empate asegurara el primer puesto a un equipo que todavía podía ser segundo, el de Deschamps, y el segundo a un equipo que todavía podía caer, el de Hareide, así que dos no pelearon porque ninguno quiso. Ya puestos al menos pudieron dejar unas tablas con goles, por aquello de no ser el primer 0-0 del Mundial, por aquello de que el personal había pagado sus entradas para contemplar cierto espectáculo, pero ni para eso fueron generosos, atendiendo quizás a que diana que no se consigue ahora puede conseguirse luego.
Francia había revolucionado su once en toda una declaración de intenciones, más por uno de los que salía, Mbappé, que por los que entraban. Dinamarca pareció dispuesta a sacar provecho en el arranque, más que nada por el ímpetu que le puso Braithwaite, pero enseguida se comprobó que todo aquello eran fuegos de artificio. El partido resultaba cansino y, por no ofrecer, ni siquiera ofrecía el habitual catálogo de recuperaciones que firma Kanté.
Quede constancia, en lo que al primer acto respecta, de que Dembéle probó suerte desde lejos, Eriksen reclamó un penalti que no lo pareció, Giroud no supo qué hacer con una dejada de Griezmann y al propio Antoine le recetó jarabe de palo Jorgensen cuando diseñaba una contra por el qué dirán.
Quede constancia también, en lo que al segundo acto respecta, que Eriksen probó de vez en cuando y que no pareció que a Fekir le hubieran explicado lo del ‘biscotto’, porque cuando apareció en escena lo hizo con ciertas ganas, las suficientes para un par de zapatazos con mala intención pero sin premio.
Para entonces Luzhniki silbaba, consciente la grada de que incluso el otro resultado del grupo conspiraba contra una racanería que ni siquiera resultaba ya necesaria, pero que se había convertido en inercia. Empatando ganaban los dos. El que perdía era el fútbol.
Fuente: Marca