LOS SUEÑOS SE DESTIÑEN POR VENTANALES
ENTRE PAUSAS
GABRIEL AVILÉS
Hable contigo no más de un minuto; añorando las inclemencias del sargazo mientras de tus ojos se despejaban vitrales; añorando los días en que Whitman, un buen jazz y el vino eran nuestros camaradas, y las rosas, esas rosas poseídas por súcubos que hacían embriagarnos para pervertir nuestras aguas.
La charla fue breve, preguntas de cortesía: ¿Cómo va la vida?, ¿Estás bien?, ¿Cuando salimos a tomar un café?
Sabemos bien que sólo son frases de cortesía que inventaron los perdedores para aminorar su dolor y elevar al máximo el arrepentimiento. Ambos nos cercioramos que ese encuentro se invista del nunca.
¿Por qué?
A mí nunca me agradaron las rosas y menos la superficial dimensión de los colores, ahora vivo cerca de un río donde la podredumbre reconforta mi corazón y su gruñido. Tú tampoco amaste los rosales por eso te huiste a una ciudad que se aleja del fétido olor a rosas en vela.
Los únicos que permanecen en la insensatez son el buen jazz, algunos versos de Whitman y las garrafas de vino, hoy inmaculadas y mañana ausentes.
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La tranquilidad me causa nauseas. Sus efectos son irreversibles y la rutina mitiga todo resentimiento. Frases como “buenos días”, “el café está menos amargo o este día es igual de denso a los demás” se transfiguran en gélida morfina para la sobrevivencia. Los sueños se destiñen por ventanales.
Se desvanece tu actitud de semidiós que conjuga la palabra amor con mitomanía; del instinto paso a la pesadumbre, sin embargo, esa falacia se inviste de perfección cuando me aíslas con jacarandas que embisten mi cuerpo; así, el orgasmo se anuncia y me dices al oído: Recuérdame como una flor moribunda cuyo jarrón cada día tiene más moho y amargura, recuérdame por mis miedos y no por las hortensias que tildan mi dolor a impúberes sacrificios.