Editorial

LA ESTRATAGEMA DEL INODORO – A TRAVÉS DE LA PLUMA

LA ESTRATAGEMA DEL INODORO

MIGUEL IGNACIO MIRANDA

(Malix Editores)

A TRAVÉS DE LA PLUMA

 

Para mantener dulces sus casas, limpien la cámara del excusado.

Para mantener dulces sus almas, reparen las fallas que han ocultado.

Sir John Harington (1561-1612)

 

El primer individuo occidental que se preocupó por el correcto desalojo de los desechos del cuerpo fue John Harington, en 1596. Lo curioso del caso es que este noble inglés, cortesano de la reina Isabel I, era poeta. No se recuerdan con frecuencia sus poemas tal vez porque competía contra el mismísimo William Shakespeare o Christopher Marlowe, quienes le llevaban la delantera al ser, digámoslo en términos modernos, los rockstars del momento. Sin embargo, el poeta poseía cierta ventaja en su relación con la reina, a quien dicen, le molestaban sobremanera las miasmas que provenían del acto natural de vaciar el cuerpo. Isabel I, la “Reina Virgen” fue mecenas del John desde que éste era un crío, enviándolo a estudiar a Eton College, donde el joven se especializó en la poesía satírica y mordaz. Paralelamente a sus soliloquios poéticos que, a varios en la corte no les hacía la menor gracia, Harington desarrollaba y mandaba construir el invento que cambiara para siempre las costumbres higiénicas: el inodoro. La escena debió haber sido más que legendaria; las doncellas reales explicándole a la reina que su ahijado John había tenido una idea maravillosa, para que su majestad pudiera desalojar el vientre de manera ligera y sin olor alguno. De suyo es sabido que la época Isabelina no se caracterizaba precisamente por su pulcritud ni costumbres higiénicas, por lo cual la reina fue la primera soberana que bautizó así el prístino trono, hecho a la medida de la monarca. La idea y el artefacto distendieron a la reina, más no así a cierto sector de la corte, quien vio al ahijado como un transgresor, un adulador. Sabedor de aquello, el poeta del retrete decide echarle más limón a la herida y escribe La metamorfosis de Áyax. Imagine usted, lector, lectora, de qué va tan elocuente composición. La reina de vientre distendido decide exiliarlo y continuar con sus deposiciones, perdón, con sus disposiciones, enviándolo a la ciudad de Bath, curiosa coincidencia que nada tiene que ver con el término bathroom o “cuarto de baño” sino con las termas naturales del lugar. Sin embargo, el invento del poeta escatológico pasó inadvertido por muchos; las costumbres era sumamente arraigadas y era común el uso de bacinillas donde las doncellas y personal de servicio arrojaban su contenido orgánico por la ventana en las mañanas al grito de “¡aguas!”. Fue hasta 1775 que el también inglés Alexander Cummings, patentó el sistema Water Closet, de ahí las poderosas siglas “WC” a las cuales acudimos presurosos cuando la necesidad urge, aún sin saber a detalle lo que significan: armario de agua; un sistema ingenioso que fue perfeccionándose con el tiempo, a partir de un cierre hidráulico o sifón.

            Gracias a este poema de invento de quien, a la postre, fuera nombrado caballero por la reina de vientre distendido; Sir John Harington pasará a la historia no solamente por aliviar cuestiones de higiene e inclusive, de salud pública. Con la generalización de los sistemas sanitarios en las ciudades, se institucionalizó también el uso del inodoro y con él, un democrático trono para cualquier plebeyo. Los retretes, doble-ú-sés o excusados modernos nos brindan una maravillosa e higiénica forma de evacuar nuestras muy personales inmundicias que inevitablemente generamos. Pasamos en promedio de cinco a diez minutos al día sentados en el trono; en ocasiones es personal, desinfectado e impoluto, y en otras es democratizado y público. Cada vez es menos frecuente encontrar baños públicos garabateados con frases soeces; el celular, el Whatsapp y el Facebook han borrado las paredes del cubículo y sin embargo todavía se encuentran por ahí, en algunos cuartos de baño de rancio abolengo, revistas del Reader’s Digest o novelas de Corín Tellado. Un día, un escritor cuyo nombre omito para su propio desembarazo, me dijo que el mejor cuento es aquel que se puede leer de una sentada en el trono. Por eso, cuando la gente dice que no lee por que no tiene tiempo, siempre recurro a la estratagema del inodoro: qué mejor tiempo, íntimo, personal y sin distracciones que cuando se va al baño. Vaya pues y disfrute su lectura.

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