Editorial

Alzheimer, Enfermedad del Amor – Veleidades de la Memoria

Alzheimer, Enfermedad del Amor

Miguel Gallareta Negrón

Veleidades de la Memoria

 

La sonrisa de mi madre

Nos llevó tiempo aceptar que mi madre era feliz, a pesar de haber perdido algo muy preciado como son sus memorias. Los familiares sufríamos porque había olvidado nuestros nombres y poco a poco se convertía en una persona más dependiente.
Sin embargo, al acercarnos a ella y apreciar su sonrisa, los argumentos y sesudos razonamientos que nos hacían sufrir, perdían valor y simplemente ganaba el gusto de verla contenta.

Hoy día, y a más de 15 años de haber iniciado su proceso de Alzheimer, no hay mayor regalo que recibir su sonrisa cada vez que me acerco a ella y le manifiesto cuánto la quiero. Quizá no entienda mis palabras, pero sin duda comprende el sentimiento de amor que le comparto.
Tengo la certeza de que, mientras siga sonriendo, no tendremos pretexto para sufrir por su enfermedad.

Y es que una persona con un proceso de deterioro cognitivo, bien atendida, con constantes demostraciones de afecto de sus familiares, evade menos la realidad que le está tocando vivir, e incrementa no sólo su calidad de vida, sino los años que cohabita con la enfermedad.

No ha sido fácil llegar a este punto de equilibrio, pues los integrantes de la familia tuvimos antes que vencer las resistencias al cambio, dejar a un lado las expectativas que teníamos para la última etapa de vida de nuestra madre al igual que las propias, y aceptar que la demencia se había robado sus más preciados recuerdos y que nunca los devolvería.

Pero el tiempo de quejas y resentimiento quedó atrás desde hace ya varios años, y ahora la disfrutamos en su momento, como se encuentra cada día de la semana, generalmente contenta y risueña por todas las muestras de cariño que a diario recibe.

Este fin de semana, por ejemplo, mi madre, con 83 años de edad, 17 de ellos con Alzheimer, después de cinco años de rehusarse a ingresar al océano, caminó más de 100 metros entre las tranquilas olas del Golfo de México.

-Qué rico, decía jugando con el agua salada.
-Estoy conteeenta!, repetía sin cesar.

Y así pasamos casi una hora en el agua, mientras ella recordaba sus múltiples andanzas en la playa con sus padres, su marido y sus hijos. Era tal su emoción que sonreía todo el tiempo. Las escasas neuronas de su cerebro se confabularon para conectarse y permitirle disfrutar con su familia un espacio de completa felicidad. Esos milagros sólo los logra el amor.

 

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