AQUÍ LA LLUVIA CÁLIDA
FRANCISCO PAYRÓ
MANSALVA
Aquí la lluvia cálida,
cayendo sobre las cabezas de los vivos.
Allá la ciudad que se despereza.
Hay un vaho hialino que todo lo transparenta,
así que es imposible por lo pronto esconder
en algún lado el bisbiseo de las conversaciones,
el estallido diminuto de los labios que se abren
y se cierran, que se entreveran en el ir y venir
de los rumores convertidos de pronto
en hervideros donde la vida se cocina.
En esa transparencia inconcebible
todos nos desnudamos:
la sonrisa deja de ser argucia,
la palabra deja de ser anzuelo
en un mar de peces orientados inevitablemente
hacia la muerte y la mirada no esconde más,
tras un destello, la conmiseración que en algún lado
—soterrada— se pervierte.
Aquí la lluvia cálida.
Cae sin que le importe si la vida es una amenaza
permanente y en la ciudad abundan los ladrones,
los asesinos desalmados y los secuestradores.
Cae también sobre la tristeza de la gente,
sobre su afán de hacerse la desentendida
respecto a la tragedia que se respira
en los pasillos de hospitales, en las esperas
que no terminan a las afueras de cenáculos
convertidos de pronto en nidos de alimañas.
Cae la lluvia cálida y en las calles de esta ciudad insomne
apenas si hay un sitio para esa lucidez que pronto
se despoja del aullido en el que las calles permanecen.
Bajo esa lluvia ocre —sápida en su crepitante
alumbramiento— todo renace como en una chispa
que se prende y que se vuelve incendio en el estertor
de las palabras dichas y de las silenciadas,
de las risas que suelen ocultar su mundo de miseria
bajo el falso estandarte de un mundo que sonríe.
La lluvia cae como maldición celeste en esta tierra
que nada cree entender de bendiciones.
Cae, se despeña sobre muertos y vivos
como si no importara.
Como si no todo acabara de confluir, después de todo,
en el mismo río hacia el río de la muerte.