Crónicas del Olvido
“COMPENDIO DE VETERINARIA”, DE TELMO ROMERO
Alberto Hernández
1.-
La Venezuela que nos antecedió no es distinta a la que hoy nos habita. La Venezuela de los brebajes, brujerías, ritos mágicos, consignas misteriosas, remedios caseros que también servían para curar bestias y animales del monte, sigue siendo la misma, con la diferencia de que ahora se hace por twitter, Facebook, correo electrónico o televisión, sin dejar de mencionar los discursos de quienes se abrogan el poder desde el palacio de gobierno y de los cuarteles.
La Venezuela de finales del siglo antepasado juega son los mismos personajes encachuchados de éste que corre. Si antes las prácticas metafísicas y el parterismo casero dominaban nuestra cultura sanitaria, ahora los hospitales están contaminados y los pacientes son tratados con remedios para perros, gatos y otras mascotas. Cuando éstos aparecen. Es decir, cuando son estraperlados o bachaqueados los medicamentos. Es decir, este es un país donde un día avanzamos y nos dimos cuenta de que era necesario aplicar el bálsamo del mito del eterno retorno, que trató Mircea Eliade y nos arrastró a rascarnos la cabeza cubierta de nuestra más recurrente caspa intelectual.
Todo este prolegómeno, seguramente innecesario, viene a cuento para formular una pregunta también, para algunos, innecesaria: ¿Quién fue Telmo Romero? ¿Qué papel jugó ese sujeto durante el gobierno de Joaquín Crespo? ¿Qué le aportó a la veterinaria, a la siquiatría, a la locura, a la ignorancia, a Venezuela, pues, una tierra que reunía todos estos presupuestos que le dieron un puesto (valga la rima sin ritmo) a un hombre que dejó un libro muy particular y que deben, sobre todo los ministros de sanidad del país, consultar, para que sigan metiendo las patas, es una tierra que merece esos personajes de novela negra.
El libro no es un libro, es un “Compendio de Veterinaria”, que La Liebre Libre/ Colección La Liebre Lunar, reeditó en el año 2000 en Maracay, para regocijo de algunos lectores y para ira de otros que se creían sabios y no saben distinguir entre un diagnóstico y un pronóstico. O en todo caso, entre una vaca y un cerdo. Tampoco entre una apendicitis y una colitis.
La historia nos regaló a Telmo Romero, como Francia lo hizo con Robespierre. Sin comparación alguna, porque también podría afirmarse que la historia nos regaló a Boves, a Maisanta y a Zamora como Rusia a Lenin, Stalin o a Putin. Nada, me desvío. Pero voy.
2.-
Como todos saben, la veterinaria es la ciencia médica que se usa para tratar las patologías y dolencias de los animales, de las bestias, de los irracionales, aunque hay especialidades médicas para humanos que no se alejan mucho del parecido de la práctica de la primera. Digo, un psiquiatra es un veterinario que trata a gente que está loca, y un loco no es un humano normal, y si no es normal es porque puede cantar como un pájaro en el hombro de un Presidente, berrear como un cerdo, mugir o pitar como una vaca, bramar como un toro, hablar con un semáforo, etc. Es decir, si alguien se vuelve loco lo mejor es ir a un veterinario. O a un loquero que también es lo mismo si hablamos de aquella Venezuela donde ser yerbatero era ostentar un título de Colegio Universitario y hasta una sobrepelliz de abolengo. Y qué mejor especialista que Telmo Romero, quien fue laureado por Joaquín Crespo y convertido en sabio en medio de una demencia política que produjo tantas emociones en aquellos tiempos.
Dejo a un lado la ironía y vuelvo al tema. Mejor, comienzo.
“La Liebre Libre” -en su momento- agradeció al doctor José León Arenas, “cronista de la Facultad de Ciencias Veterinarias de la Universidad Central de Venezuela, el haber facilitado el acceso al libro “El bien general: colección de secretos indígenas y otros que por medio de la práctica han sido descubiertos por Telmo A. Romero; van acompañados de sus fórmulas prácticas y seguidos de un compendio de veterinaria de los más perfectos publicados hasta hoy”, de Telmo Romero (Caracas, Imprenta de la Nación, 1884, sobre el cual se hace la presente edición”.
Y entonces, se hizo, como la luz.
Telmo Romero vio mundo por vez primera (siempre hay una primera vez) en el estado Táchira, según dicen, en 1846. Y la duda se expresa porque es probable que haya nacido en otro estado y nadie se haya dado cuenta. “Brujo, yerbatero y escritor, fue protegido de Joaquín Crespo. Suerte de Rasputín avant-la-lettre, Romero inicia su ascenso hacia el reconocimiento nacional por sanar a un hijo del general, desahuciado por la ciencia”. Con estas palabras, tomadas del librillo que La Liebre Libre publicó, nace un mito. Un mito de aquellos días de profundo atraso.
Por esa “científica” y humanitaria acción, Crespo ordena publicar en 1884 el libro de largo título que nos dio a conocer el doctor León Arenas. El dictador premió a Romero con un cargo como director del Hospital de Lázaros de Caracas y del Manicomio de Los Teques, donde “aplica bárbaros métodos para la curación de los enfermos”, dígase locos.
En un breve artículo de Argenis Rodríguez, titulado “Vainas de Venezuela”, extraído de “La trágica verdad del escritor”, éste afirma:
“Telmo se ha graduado por su cuenta, hace milagros, monta una botica y es becado por el gobierno para que vaya a sacarse un título de médico en una universidad de los Estados Unidos”, pero nada de esto ocurre, porque con la salida del poder de Crespo, Telmo pierde la gracia del poder y desaparece el 7 de agosto de 1887 minado por la tuberculosis, enfermedad que no pudo combatir con su “sabiduría”.
En el libro que acerco a los lectores Telmo Romero explica cómo enfrentar asuntos tan disímiles como “Para montar muletos y potros sin que corcoveen”, “Para coger caballos cerriles en cimarroneras”, “Para darles pasos a las bestias ordinarias”, “Método especial para montar un toro en pelo sin que corcovee”, “Para la detención de orina en las bestias”, “Método para engordar una bestia”, tratamiento de la “Sarna”. También tiene el remedio para la “Derrenguera”, los “Tumores callosos”, las “Hernias recientes”, las “Nubes”, la “Hermosa”, el “Moquillo”, el “Coquito o inflamación de la parte superior de las fosas nasales de la bestia”, la “Insolación”, o “Para que un caballo ponga la cola con elegancia”. Y así, esas y más locuras, tan densas, tan venezolanas que el sujeto terminó aplicando métodos tan terribles a los pobres insanos de manicomios, de lazaretos o leprocomios.
Podríamos afirmar que Telmo Romero era un torturador con deseos de curar de la vida a enfermos del cuerpo y a torcidos de mente.
Todos estos tratamientos sin anestesia, crueles y aceptados como de un ministro de sanidad, continúan vigentes en nuestro país. Los Telmo Romero se han multiplicado. En hospitales, ambulatorios y morgues se cuentan con las manos. Y los cuerpos moribundos, sin asepsia alguna, se pudren vivos en los nosocomios nacionales.
Mientras tanto, el Joaquín Crespo que nos gobierna baila sobre los cadáveres de quienes pusieron sus dolencias en manos de inexpertos, brujos con dos o tres años de “estudios” científicos, capaces de confundir el húmero con el número, o los homóplatos con los enseres de una cocina.
El espíritu de Telmo Romero vuela sobre esta Venezuela, tan cercana al siglo antepasado que es capaz de descubrir el petróleo y volverlo a malgastar en sujetos como éste que quemaba el cerebro a los locos con un hierro caliente. Y salían curados, según la crónica de la época y los sabios escritos de este veterinario cuya crueldad llegó a ostentar un título burocrático, como ahora lo lucen sociópatas y narcisistas de nuevo pelaje