Senilidad Paterna, ¿Qué Significa Para Ellos y Para Nosotros?
Miguel Gallareta Negrón
Veleidades de la Memoria
De acuerdo con las consideraciones de la ONU, en muy pocos años, una vez que cumpla los 60 de edad, pasaré a formar parte del creciente equipo de la tercera edad, que es considerada el último periodo de la vida ordinaria del hombre.
Bendita definición que me vuelve viejo (adulto mayor para que suene más agradable), cuando tendré todavía un hijo en la universidad y otro en la preparatoria y, por tanto, me veré forzado a seguir siendo tan productivo o aún más que durante mis años mozos, para poder costear la manutención de los chavos.
La buena noticia es que el incremento en las expectativas de vida (nacen menos personas y los vivos duran más), marca una diferencia entre el creciente y poco homogéneo grupo de adultos mayores. O sea que los que tienen entre 60 y 79 años son considerados viejos-jóvenes y los de 80 y más son ahora los viejos-viejos. Esta moderna definición de la ONU me indica que muy pronto ingresaré en la categoría de los viejos-jóvenes, y mis padres en la de los viejos-viejos, dos generaciones en el amplio sector de la tercera edad.
Pero el sentido práctico, el que usted y yo vemos en las calles, lejos de estadísticas y tablas complejas de interpretar, me indica que la vejez se ha convertido en una forma de vida, definida por la edad biológica, es decir, que inicia cuando una persona comienza a ver disminuidas y desgastadas ciertas capacidades y ha perdido facultades físicas independientemente si pertenece a la tercera o la cuarta edad por el número de años cumplidos.
Llega un momento en que, aun si nos hemos cuidado, las buenas condiciones físicas se van acabando: las piernas ya no sostienen el peso del esqueleto, la visión 20/20 se torna en privilegio de los menores, el oído deja de escuchar cuando lo llaman, y en ocasiones la memoria empieza a fallar. Es decir, el cuerpo empieza a sufrir las consecuencias del paso del tiempo, el desgaste de los años, la temida senilidad que a muchos hace sufrir sólo con pensar que algún día llegará a nuestras vidas.
En mi caso, entro a la llamada etapa otoñal sin rasgos de senilidad, pero con el pendiente de mis hijos que siguen en la escuela y de mis padres que han ingresado en pleno a la cuarta edad con su salud en franco deterioro.
Mi mamá padece desde hace unos años la enfermedad de Alzheimer, una forma de demencia que poco a poco se va borrando los recuerdos de su mente. Mi papá no escucha ni ve como antes y ahora ya no puede manejar. Le ha costado aceptar sus propias limitaciones y que su pareja por más de cincuenta años, la que veía por él y toda la familia, se haya convertido en una mujer dependiente. Por eso ha entrado en un estado de depresión que le impide tomar las decisiones más convenientes para ella y mi madre.
La vida de ambos, en pocas palabras, se ha vuelto muy diferente. La senilidad los convirtió, de la noche a la mañana, en personas dependientes, necesitadas de alguien más para resolver sus más apremiantes necesidades como ir al supermercado o acudir a su cita médica, cocinar o limpiar la casa. Ya poco o nada les preocupan los juegos olímpicos de Brasil, ni la visita del Papa a México o si la moneda se devalúa.
Hoy por hoy sus preocupaciones son si les duele una pierna o la espalda, si sus padecimientos les permiten sentarse a comer a la mesa, si sus ahorros alcanzan para cubrir todos los gastos, si los hijos están bien de salud y preguntan por ellos, si podrán ir a misa el siguiente domingo.
Y para los hijos la senilidad de nuestros padres también nos cambió la vida. Ahora los pendientes que nos causan mayor inquietud son cómo organizarnos, entre el trabajo y nuestra propia familia, para encontrar los espacios de atención a los padres; cómo darles ánimos para que le echen ganas a la vida que les resta, cómo asegurarles que no están solos, que mañana seguramente amanecen y que ahí estaremos justo a su lado.
Me queda claro que la senilidad de mis padres es la época de su vida cuando a los hijos nos toca ver por ellos como ellos lo hicieron atrás por nosotros. No son nuestros hijos ni nosotros sus padres, son simplemente dos seres humanos que han perdido capacidades y habilidades y que por tanto necesitan apoyo.
De nosotros depende qué tanto contribuimos para hacerles esta etapa más agradable y no, como en muchísimos casos, un tiempo que deseamos que corra más rápido para que pronto se acabe.