Alguien Me Mira Desde Un Pasado Insomne
Francisco Payró
Mansalva
Si llegara a ver su rostro dentro de mi corazón,
no querrían ya mis ojos mirar afuera.
Yehuda Haleví
Ese rostro descubierto cuando la inmediatez lo cubre todo.
He visto antes ese rostro.
Sus orillas delineadas por el tiempo.
Sus miradas, también, perdidas casi siempre en mil abismos.
Hay batallas que se asoman en las sombras de esa sonrisa torpe,
débil como una luz definitiva.
Hay olvidos que, de viejos, se han borrado de los ojos igual
que una mirada.
Yo sé bien que ese rostro, esos gestos, han develado el mundo
como aquel que monda una manzana.
Y que imposible es extraer de su mutismo el sonido
de la música que despide su silencio.
Hay rostros que son así.
Mancillados por un exceso de gris en sus pupilas,
cortados a mansalva por el filo tenaz de sus lamentos.
Los he visto a la orilla de una calle desierta de penumbras,
a la luz cegadora de una tarde en la que todo se queda
sin el inútil peso de su nombre.
Un quejido callado ocupa en ese rostro el lugar por donde
antes se asomara la carcajada.
Una voz carcomida delata, en sueño de vigilia, al trueno
que se ausentó de las palabras en un abrir y cerrar de ojos.
Pongamos que ese rostro –ese pálpito al que hay que tomar
por faz viviente– nos llama desde una desoladora queja,
desde una angustia que hunde sus raíces en el polvo.
Pongamos que hasta nosotros llega su desolada voz,
su pronunciar hundido en el espesor del aire.
¿Lo escucharemos?
¿Fijaremos la vista en sus contornos prendidos a la sombra
como en un cuadro gótico?
¿Para qué responder lo que calladamente se desliza
y asciende en espirales por las venas, por la respiración
que se entrecorta al rítmico crepitar de un soplo?
Ese rostro desaparecerá de un solo golpe y alargará
su presencia vaporosa en el reflejo centelleante de su historia.
No lo veremos más, pues no es posible que el insomnio
cargue con gestos en los que ojos, sonrisa y piel desaparecen.
Ese rostro que asoma en la llovizna no dirá ni una
sola palabra al ruido vagabundo, al crepitar de las
conversaciones, a la espera impaciente que sitia
las ventanas cuando la mañana arde.
Se quedará callado, oyendo que su respiración se agita,
que protesta en el fondo de su oído con esa rebeldía
de los condenados.
Guardará ese silencio taladrante.
No dirá más.
Habrá desaparecido cuando intentemos, siquiera,
decir la primera palabra.