UN ESBOZO DE VIDA
MARÍA ELENA GONZÁLEZ ORTEGA
LOS CONVIDADOS
El sonido de las ruedas del tren sobre las rieles envuelve tu mente. La vida pasa por tus ojos con la misma velocidad que el paisaje: carrera, hijos, Teresa, anhelos. Todos corren por un lado y no puedes pararlos, ha sido un viaje largo y difícil.
Por la noche el sofá te mató el sueño y sólo dejó un insomnio que cargaste durante horas, cuatro para ser exactos; las últimas dos una pesadilla te persiguió tan obcecadamente, que el agua que habías tomado antes de dormir te pegaba la ropa al cuerpo y a cada minuto dabas vuelta a la almohada para no sentir la fría humedad del sudor en el rostro. Por la mañana lavaste el pijama que había recogido tus miedos y dudas, lo pusiste en una bolsa de plástico dentro de la maleta para que no mojara tus otras pertenencias y, en silencio, saliste dejando dentro de aquellas cuatro paredes de la habitación, una parte de ti. ¿Qué podías hacer? Tomaste la decisión tan rápido que no hubo tiempo para nada más. Así era esto. Un día estás bien y al otro mal, pensabas; pero el tiempo sigue haciendo lo suyo, cobrándote cada paso, abriendo y cerrando heridas, plasmando en tu cara la desaprobación y a veces el gusto de cada momento: pero a ella… A ella sólo le importaba el día a día, el fluir. Y a ti, que cada hora te pasaba por delante, por esas líneas que marcan tu rostro y las comisuras de tus labios en un constante fruncido como si estuvieras fumando, tus manos manchadas, el cansancio; ya no te era tan fácil sentarte en flor de loto sobre tus piernas y dejar que el Om, se escuchara con fuerza. Así que tomaste la decisión esa mañana: el abandono que sentías te engullía.
Hiciste memoria; desde hacía varios meses cuando llegabas a visitarla te recibía con la misma pregunta ¿Cuánto tiempo estarás? Y tú, con la mirada expectante, empujabas la puerta del departamento y entrabas. Cada vez costaba más esfuerzo de tu parte encender su cuerpo; la combustión surgía después de una sesión de masajes entre aceites y velas aromáticas; entonces comenzaban a disfrutar de los besos que cubrían cada centímetro de arrugas y pensamientos, tratabas de allanar sus dudas con lo mejor que tenías, pero al siguiente momento, después del sexo lleno de abrazos y promesas futuras: surgía la pregunta que empezabas a aborrecer. Que desilusión. Ya el tiempo marcaba certero la distancia entre ustedes, y ella, siempre haciéndolo participe de todo y tú, acostumbrándote a recibir sólo las migajas que te obsequiaba.
La señorita te ofreció café. Te sacó de tus pensamientos. La volteaste a ver y le sonreíste, tenía la edad de tu hija, con seguridad. Sus ojos pardos, te recordaban los de ella. Entablaron una conversación trivial que confirmó con sus respuestas y comentarios el parecido con Loana. Poco a poco se fueron acomodando en una plática más cercana. Te atreviste a mencionarle cuanto extrañabas a tus hijos, y el dolor que te había dado perderlos. ¿Murieron?, preguntó abriendo los ojos con indulgencia. No, contestaste, sólo no entendieron el que me enamorara de otra mujer. La chica esbozó una triste sonrisa y te dijo que entendía, que a ella le había pasado lo mismo. Estoy segura que pronto tus hijos lo aceptarán, dijo. Continuó su camino, la firmeza en sus hombros recalcaba seguridad. En tu rostro afloró una sonrisa, te acomodaste en el asiento para disfrutar de nuevo del paisaje. El reflejo de la ventana del tren hizo que la verdad te azotara con fuerza. Te mostraba vieja y perdida.