A Remedios, la Bella
Francisco Payró
Mansalva
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Recuerdo tus ropas de batista,
tus perfumes de esencias extraídas
de flores semejantes a mujeres.
Uno de ellos olía a una mujer sonriente
a la que conocí en un puerto del Pacífico.
Su alegría duró lo que la noche previa
a su partida y una estela de amapolas
deslumbrantes se abría hacia la costa
con la esbeltez de una muchacha.
Otro más despedía sin remilgos
el sonrosado rostro de una niña coronada
de nácar.
En los ojos de la niña se asomaba sin
tiento la leyenda y era fácil adivinar
en ellos una lágrima, el temblor,
el balbuceo apenas del amor que había
empezado, por fin, a dar la cara.
La última de las mujeres evocadas
por el perfume intacto de las flores
se parece más a una historia soñada
que a una aparición de soles esplendentes.
Tras sus ojos como céfiros en vuelo
su figura que azotaba la mar contra
el espacio, y era un mástil su voz
frente al escarnio presentido de la noche.
Un día, tus ropas quedaron en el aire
porque subías hacia el sol
como larga sombra.
Corrí hacia ellas y logré prendarlas.
Desde entonces se quedaron conmigo:
tu leyenda, la reverberación silente de tu voz
y las mujeres que en ti desaparecen
con un manto de siglos,
camino de la nada.