El Mundo Envejece
Miguel Gallareta Negrón
Veleidades de la Memoria
El Siglo XXI se ha caracterizado por un decremento de la mortalidad y del número de nacimientos. Según reporte de Naciones Unidas, esta tendencia ha modificado la estructura poblacional, y una de las manifestaciones más evidentes se presenta en la composición del sector de las personas adultas mayores.
La tasa global de natalidad cayó de 3.2 nacimientos en 1990 a 2.5 en 2019, y se proyecta que se reduzca a 2.2 para el año 2050. Por otro lado, según el informe Panorama Estadístico de la Salud Mundial 2019, entre el 2000 y el 2016, la esperanza media de vida aumentó de 66.5 a 72 años a nivel mundial. De continuar con la tendencia actual, la proporción de los habitantes del planeta mayores de 60 años se duplicará, pasando del 11% al 22%.
Pero la vejez no la define ahora los años cumplidos sino la edad biológica, es decir, que inicia cuando una persona comienza a ver disminuidas y desgastadas ciertas capacidades y ha perdido facultades físicas, independientemente si pertenece a la tercera o la cuarta edad.
Claro que llega un momento en que, aun si nos hemos cuidado, las buenas condiciones físicas se van acabando, el cuerpo empieza a sufrir las consecuencias del paso del tiempo, el desgaste de los años, la temida senilidad que a muchos hace sufrir sólo con pensar que algún día llegará a nuestras vidas. Quizá uno de los padecimientos más temidos por las personas que se acercan a la senectud, es la demencia.
Cálculos conservadores de especialistas afirman que en el 5% de las personas de 60 a 65 años, la memoria empieza a fallar. Este porcentaje incrementa al 20% a los 80 y a 25% a los 90 años de edad.
Con 84 años, mi mamá forma parte de esa estadística, pues desde hace más de 15 años padece la enfermedad de Alzheimer, una forma de demencia que poco a poco se va borrando los recuerdos de su mente. Mi papá no escucha ni ve como antes y ahora ya no puede manejar. Le ha costado aceptar sus propias limitaciones y que su pareja por más de sesenta años, la que veía por él y toda la familia, se haya convertido en una mujer dependiente.
La vida de ambos, en pocas palabras, se ha vuelto muy diferente. La senilidad los convirtió, de la noche a la mañana, en personas dependientes, necesitadas de alguien más para resolver sus más apremiantes necesidades como ir al supermercado o acudir a su cita médica, cocinar o limpiar la casa. Ya poco o nada les preocupan los juegos olímpicos de Brasil, ni la visita del Papa a México o si la moneda se devalúa.
Hoy por hoy sus preocupaciones son si les duele una pierna o la espalda, si sus padecimientos les permiten sentarse a comer a la mesa, si sus ahorros alcanzan para cubrir todos los gastos, si los hijos están bien de salud y preguntan por ellos, si podrán ir a misa el siguiente domingo.
Y para los hijos la senilidad de nuestros padres también nos cambió la vida. Ahora los pendientes que nos causan mayor inquietud son cómo organizarnos, entre el trabajo y nuestra propia familia, para encontrar los espacios de atención a los padres; cómo darles ánimos para que le echen ganas a la vida que les resta, cómo asegurarles que no están solos, que mañana seguramente amanecen y que ahí estaremos justo a su lado.
Me queda claro que la senilidad de mis padres es la época de su vida cuando a los hijos nos toca ver por ellos como ellos lo hicieron atrás por nosotros. No son nuestros hijos ni nosotros sus padres, son simplemente dos seres humanos que han perdido capacidades y habilidades y que por tanto necesitan apoyo.
De nosotros depende qué tanto contribuimos para hacerles esta etapa más agradable y no, como en muchísimos casos, un tiempo que deseamos que corra más rápido para que pronto se acabe.