Crónicas del Olvido
A LA ORILLA DEL SUEÑO…
Alberto Hernández
I
“A la orilla del sueño algo de mí despierta/ Brasas que miran la otra parte que/ como siempre/ duerme…”, le oigo decir a Efraín Bartolomé un día de hace pocos años en la línea que separa a México de Estados Unidos. De cerca, entre los matorrales de una veintena de poetas invitados, la palabra celebró y explicó la frontera. La celebró como parte de esa extraordinaria diversidad que es el humano ser, con sus vilezas y virtudes, sin los aspavientos de las ideologías, sí con la fuerza de quienes sobre la tierra hacemos de la vida un estado permanente del alma, sin la necesidad de recurrir al poder para respirar.
Ese texto del poeta chiapaneco se desliza hasta otro que más tarde, bajo la bruma y el frío, en un hermoso hotel vecino de una estación ferroviaria, pude leer en San Diego, California. Entonces cedí a una realidad que más tarde nos convertiría en esto que vivimos como país: “Esto empezó con besos/ Ahora es un rosario de dolores/ y sordos y llagados lamentos// Alacranes en doble dirección/ fluyen/ cuando los labios quieren acercarse/ de nuevo”.
¿Cuánta de premonición en ese canto?
II
A la orilla de ese sueño, que ahora es un barranco espinoso, el poeta mexicano nos lega la imagen: “Miro a la bestia sonreír/ resbalosamente// De su hocico fluyen palabras negras:/ se transforman al contacto del aire/ en gotas de una rarísima baba purulenta/ que caen/ y corroen la madera del piso”. La distancia no tiene precio: el poema tiene la capacidad de advertir o reencarnar en la inteligencia de quien lo someta a su cercanía. El sueño, que pudo haber sido el gran bonche, incitó al monstruo. La refriega comenzó por el final. Los que culminan una etapa, inician otra con el rostro del fracaso. Alguien lee un testamento y se define eterno. Coloca la mano sobre su pecho y destaca una inocencia sucia, desleída por la realidad. La bestia está frente a nosotros. Intenta sonreír, pero más puede una mueca. Un ligero temblor de los labios, mientras farfulla, habla, bisbisea, amenaza, muerde, escupe, eructa, golpea, miente. Los que lo oyen de cerca asisten convencidos de que la historia los absolverá. Pero el poema, como el tiempo, no perdona.
Los que cantan, silban, alaban y distraen la realidad del animal serán los marcados por apóstatas. Sacerdotes, capellanes, reverendos, hechiceros, anónimos que frecuentan los lugares donde un poder ilegítimo naufraga.
III
El sueño es frío. Se agita bajo la sábana. La muerte ha llegado en una herida abierta en la cabeza. En un hombre quemado que corre despavorido por el mapa de un país. En una mujer violada cuyo marido muere a cada instante en la puerta de un hospital. En un disparo en la cara. Pero la bestia multiplicada niega todas sus responsabilidades. Se las atribuye al enemigo. No sabe qué hacer: nadie le cree. Vive en la orilla, entre el sueño y el sobresalto de la realidad. No hay dios que lo ayude. El poder es huérfano. Muere solo, con la gusanera de las horas en los ojos.
El poema de Bartolomé no nos pertenece, pero es. Está aquí, en el exacto lugar de la tragedia. Los que se burlan desde las oficinas públicas, son sólo sombras, mezquindades, ignorancias petrificadas en los sindicatos de la desolación. Los que ayer reían, hoy sollozan porque ya ha pasado el tiempo de regresar y no han podido. Las máscaras pesan mucho. La muerte pisa la cabellera de un sueño sin fronteras, de una pesadilla de la que para salir será necesario entender que nunca será temprano.
Este surrealismo, este caos en el que viven no necesita de una escritura a cuatro manos. Un dedo índice discrimina, apunta y nombra en el cargo de la llaga, la que no se cerrará fácilmente sobre el salario menguado por la limosna.
El poema habla, dice, grita, jamás calla. Los que se subieron al trono, los que alabaron las falsas bondades del poder, tendrán como castigo el silencio. Una tenue luz sobre las pupilas. Y el poema vivo, palpitante, cerca del sonido de sus burlas, las que se hicieron calles y letreros, consignas y maldiciones en boca de la pobreza utilizada para seguir reptando o permitir que otros subieran.
La bestia es sólo un momento. El poema de Bartolomé lo borra para que la otra fiesta, la que congrega al hombre en su exacta dimensión, sea otra cosa: sin salvadores, sin profetas, sin adivinos y brujos. Sin el pelaje de una caravana de sirvientes.