Fernando Nieto Cadena: para merecerlas, hay que faltarle el respeto a las palabras
Mansalva
Francisco Payró
www.franciscopayro.com
Entrevisté al poeta Fernando Nieto Cadena (Guayaquil, 1947-Villahermosa, 2017) el 30 de julio de 2015, con motivo de la aparición —ocurrida meses atrás— de Sobresaturaciones (Universidad Juárez Autónoma de Tabasco, 2014), a la postre su último libro publicado mientras vivió. Realizada en la Biblioteca José María Pino Suárez, a la que el poeta acudía con frecuencia para leer o escribir en soledad, la entrevista nutrió una reseña que sobre ese libro escribí varios meses después. A dos años de la desaparición del escritor ecuatoriano radicado en México durante más de tres décadas, la entrevista transcrita a continuación corrige y amplía de algún modo la visión que sobre su obra y su figura asenté en el texto antes mencionado. En ese sentido, pretende también ser un mínimo, aunque sincero, tributo a la memoria de quien —como muy pocos entre nosotros, y sin que pareciera necesitar nada más— vivió hasta el final de sus días una especie de sacerdocio consagrado a la literatura.
Sobresaturaciones es un libro que se encuentra escrito a partir de la estética que usted ha venido construyendo a lo largo de su obra. Un coetáneo suyo, Luis Carlos Mussó, escribió al respecto una tesis en la que se refiere a su trabajo poético como “la épica de lo cotidiano”. ¿Concuerda usted con esa visión?
Bueno, Mussó es un joven escritor ecuatoriano de la Universidad Simón Bolívar, una universidad bolivariana con sedes en las capitales de los países andinos. Lo conozco por correo a raíz de que me contactó para decirme que escribiría una tesis alrededor de mis libros. Publicada por la Universidad Católica de Guayaquil, la tesis fue impresa en forma de libro y tengo entendido que me enviarán algunos ejemplares. Sobre sus ideas centrales, puedo decir que concuerdo con él, sino al cien por ciento, sí al noventa y nueve punto noventa y nueve por ciento.
También del exilio habla usted en Sobresaturaciones, de ese exilio del que también ha venido dejando constancia en libros anteriores. El epígrafe me parece muy iluminador en ese sentido: “Echar raíces en la tierra baldía… de un mundo siempre ajeno. Y que es real”, de Luis Izquierdo. ¿Por qué decidió usted quedarse en Villahermosa?
Cuando yo decidí en 1985, a raíz del terremoto en la Ciudad de México, que mi sitio estaba aquí me di cuenta de que lo más semejante a Guayaquil era Villahermosa. En Sobresaturaciones yo trato de dejar en claro que mi permanencia en Villahermosa ya no se debe a esa semejanza sino a mi decisión de que esta sea mi ciudad tanto como lo fueron —y lo siguen siendo— Guayaquil, La Habana, la Ciudad de México o Ciudad del Carmen. Porque para mí todas las ciudades son una sola ciudad, igual que me pasa con las mujeres: en cada una de ellas amo a todas y en todas amo a una sola.
Encuentro algunas otras constantes en este libro. Una de ellas es su ateísmo declarado. ¿Se trata esto en usted de un conflicto o de una convicción plena?
Es una convicción, pero además es una actitud. Cuando yo tomé conciencia de que no sería creyente, yo no pasé por lo que algunos teólogos llaman una crisis personal. Que yo recuerde, no tuve nunca una crisis existencial por no creer o dejar de creer. Simplemente me percaté de que no creía y de que nunca había creído, a pesar de haber nacido y crecido en una familia católica y de haber atravesado por todos los ritos católicos. Además de ser bautizado y de haber estudiado en una escuela religiosa, también alguna vez llegué a disfrazarme de monaguillo sólo para tomarme el vino de consagrar.
¿Cuáles fueron sus primeras lecturas de poesía?
Empecé a leer en una biblioteca municipal de Guayaquil cuando tenía unos seis años. Tendría alrededor de diez cuando en la biblioteca me dijeron que yo ya había leído todo el acervo para niños; entonces me dieron un libro de poemas. Ese libro resultó ser el de un poeta muy famoso y popular en Ecuador al que le llamaban “el poeta enamorado de la muerte”. Se llamaba Medardo Ángel Silva, quien por cierto se suicidó en 1919 a los veintiún años delante de su novia. A muchos de los poemas de Silva los musicalizaron con el pasillo ecuatoriano, un ritmo parecido al bambuco colombiano o a la trova yucateca. Esa era una poesía más bien modernista que vivía lo que se conoció en Francia como “el mal del siglo” o “spleen”. Yo recuerdo que leyendo a Silva me impactó el poema llamado “Aniversario”: “Hoy cumpliré veinte años. Amargura sin nombre / de dejar de ser niño y empezar a ser hombre; / de razonar con lógica y proceder según / los Sanchos, profesores del sentido común…” De versos muy rítmicos, encuentro un gran parecido entre la poesía de Silva y la del también modernista López Velarde.
¿Cómo es que su obra poética parece no incorporar nada de sus lecturas primeras o de la poesía ecuatoriana que usted leyó en su juventud?
Sobre esa idea, la culpa la tiene Miguel Donoso Pareja, que escribió alguna vez que mi poesía no tenía ningún asidero en la tradición de la poesía ecuatoriana y que más bien tenía que ver con la poesía escrita fuera de Ecuador. Con Donoso Pareja nunca había yo hablado sobre mis primeras lecturas, como esa que hice de Medardo Ángel Silva, así que él no sabía de los poetas ecuatorianos que tuvieron influencia en mí. Obviamente, mi poesía no tiene nada que ver con el modernismo de Silva, pero sí talvez con su espíritu pesimista y con el de esa generación de poetas modernistas ecuatorianos a la que se llamó “la generación decapitada”. Se le conoció con ese nombre porque de los cinco poetas que la integraban, cuatro de ellos se suicidaron. Eran poetas en la tradición de poetas malditos franceses, como Rimbaud y Verlaine, que mezclaban en sus obras modernismo y simbolismo. En mi obra he disfrazado de tal manera el pesimismo de esa generación que si en Ecuador digo que en ella hay influencias de Medardo Ángel Silva me dirán que sólo lo digo por fastidiar. Lo que sí es evidente en mi poesía, y está incluso documentado, es la influencia de César Vallejo.
A propósito de Vallejo, ¿cómo explica usted esa influencia en su poesía y a qué atribuye ese fervor que le profesa como lector y como poeta?
Para mí hay sólo dos autores fundamentales, después de los cuales todo lo demás es relleno: César Vallejo, en poesía, y James Joyce, en narrativa. Claro, hay grandes autores latinoamericanos como Julio Cortázar, Leopoldo Marechal, Antonio Cisneros —que fue muy amigo mío— o Fayad Jamís, pero creo que lo que distingue a Vallejo es su capacidad para desintegrar y descomponer el lenguaje. También su falta de respeto a las palabras en medio de tanta solemnidad y seriedad latinoamericana. Cuando leí Trilce me dije: “bueno, entonces se puede uno acercar a las palabras y retorcerlas, darles vuelta y ponerlas de cabeza, para que uno no sea sometido por las palabras sino que sea uno el que se meta en ellas.”. Por Vallejo, al que comencé a leer a los catorce años, supe que si es cierto lo que dice la gente de que a los poetas se nos ha dado el don de la palabra, el poeta no debe sólo contentarse con el don, también tiene que merecerlo faltándole el respeto a las palabras. En el caso de Joyce, creo que en su obra se hace realidad aquello que decía Huidobro sobre que la literatura es un oficio de incertidumbres y de pesadumbres. En Joyce se demuestra la incertidumbre de no saber si aquello que se dice es de verdad dicho por nosotros mismos y no por una mala lectura o una mala interpretación. Mis lecturas de Vallejo y de Joyce, facilitadas por las que hice de las vanguardias, me tienen todavía amarrado en un nudo del que además no quiero zafarme.
Hablando de Sobresaturaciones, a mí me parece que se trata del libro más “tabasqueño” de su obra, para decirlo de algún modo. Hay allí, creo, una especie de recorrido sobre su vida en Tabasco: aparecen en él algunos parajes citadinos de Villahermosa, de varios municipios y de la costa. Aunque también hay una recurrente mención de ciudades como Guayaquil, La Habana y Ciudad del Carmen. ¿Es Sobresaturaciones la reiteración de esa poesía instalada en la ciudad que usted ha venido escribiendo durante muchos años?
Sí. Escrito sin premeditación, pero sí con alguna alevosía, este libro quiso ser un testimonio donde la ciudad fuera el personaje lírico. Esa ciudad es básicamente Villahermosa, pero también evocativamente esas otras ciudades en las que he vivido. Ocurre que en las pocas veces que recuerdo lo que he soñado me veo viviendo simultáneamente en esas ciudades: de repente de una casa ubicada en Villahermosa salgo a un parque que está en Ciudad del Carmen para esperar un camión que me llevará a un lugar de La Habana o de Guayaquil.
Esas ciudades viven en usted de alguna manera…
Viven en mí permanentemente, y creo que porque me considero a mí mismo un peatón insobornable. Me gusta caminar las ciudades y vivirlas de ese modo. A muchas de mis amistades les digo que no viven la ciudad donde viven porque prefieren recorrerla en sus coches. Uno se adueña de la ciudad caminándola. Me pasa con Villahermosa, a la que a pesar de no ser de aquí siento como mía porque la he vivido, la he caminado y la he padecido. Aquí me ha tocado vivir lluvias a la intemperie, inundaciones y hasta temblores.
Por otro lado, el lenguaje en Sobresaturaciones es decididamente musical. Hay en el libro una música del barrio que es decididamente afrocaribeña. Es usted un ferviente devoto de esa música, ¿es así?
Completamente. Creo en todo lo que es música afrocaribeña, incluso en esas versiones más nuevas comprendidas bajo lo que se conoce como “salsa” que, aunque los despistados no lo sepan, en realidad se trata de diferentes estilos de interpretación de la música afrocaribe; más concretamente, afrocubana. Este gusto en mí tiene que ver definitivamente con mi formación cultural, pero sobre todo con mi procedencia. Aunque Guayaquil da al Pacífico, la ciudad ha tenido y tiene una fuerte influencia Caribe. Cuando se habla del Caribe, se piensa que éste se limita a una zona geográfica cercada por el Mar de las Antillas, pero no es así necesariamente. La presencia cultural caribeña se extiende, por el lado del Pacífico, desde Mazatlán hasta Guayaquil. Eso me dijo Juan José Arrom, un lexicólogo y lingüista cubano radicado en Estados Unidos durante muchos años al que conocí en La Habana. Ahora creo que se puede plantear que la zona cultural caribe va desde San Francisco hasta Valparaíso o Concepción, en Chile. Obviamente, por el lado del Atlántico, lo caribe se extendería desde Nueva Orleans hasta Mar del Plata, en Argentina. La llegada de los barcos a Guayaquil, que tiene más influencia caribe que andina, explica gran parte de una presencia caribeña que se refleja incluso en el modo de hablar: un guayaquileño habla de forma semejante a la de un nicaragüense o a la de un dominicano. La arquitectura del viejo Guayaquil parece copiada de la de Puerto Rico o de la de República Dominicana, así como la de Ciudad del Carmen y la de Villahermosa también tienen influencia caribeña. Aunque aquí en Tabasco, a diferencia de lo que ocurre en Veracruz, Yucatán o Campeche, se pretenda soslayar esa influencia.
En Sobresaturaciones parece hallarse la enfermedad como telón de fondo. ¿Se trata de un libro escrito desde la enfermedad?
Más que desde la enfermedad, desde la experiencia que tuve de haber estado cinco días en el hospital, donde prácticamente me resucitaron. Un poco para hacer verdad ese poemínimo de Efraín Huerta: “Nomás/ por joder/ yo voy/ a resucitar/ de entre/ los/ vivos.” En realidad pude dimensionar el significado de esa experiencia cuando después de que me dieron de alta leí en el expediente este diagnóstico, en una sola palabra, sobre mi estado: grave. Me di cuenta de que estaba viviendo un segundo aire o vórtice de algo que no había terminado totalmente. De allí se me ocurrió el título, Sobresaturaciones, de algún modo para sugerir una sobresaturación de vida; así que si cierta gente no se había podido librar de mí, ahora tendrá que seguirme soportando con este libro en el que reafirmo mi condición de exiliado permanente en Villahermosa.
Hay una crítica evidente contra el mundo a lo largo de este libro. También desde luego a la ciudad y a la sociedad a las que usted ha querido escoger como propias. ¿La crítica en su poesía es definitivamente inseparable de esa antipoesía a la que parece corresponder buena parte de su obra?
Yo no creo en eso a lo que se ha llamado antipoesía, porque no creo en esos membretes. Yo creo en la poesía como una de esas tres cosas a las que he procurado ser fiel: los amigos, la literatura y los amores, aunque no los monogámicos, porque no creo en el matrimonio. Para mí lo que llamamos antipoesía es más bien una forma metodológica y didáctica para explicar otros modos de escribir poesía. Es como si al japonés le llamáramos anticastellano sólo por tratarse de un idioma distinto. Para mí la antipoesía en Hispanoamérica tiene tres ramales: la de Huidobro, la de Neruda y la de Vallejo. La más rica, según yo, es la de Vallejo, de la que salieron figuras como Juan Gelman, Efraín Huerta y Antonio Cisneros. Del ramal de Huidobro provienen poetas contestarios como Nicanor Parra, Enrique Lihn y Ernesto Cardenal. A través de la poesía de Cardenal yo pude acercarme a la poesía de la Generación Beat, que es parte de esa poesía en lengua inglesa que puede considerarse como la más importante del siglo XX. Aún más que la hispanoamericana, que en este momento está pasando por su segunda “reniñez”.
El gusto insobornable por la calle, la voluntad de testimoniar lo cotidiano y la ironía presiden sin lugar a dudas también el lenguaje poético de Sobresaturaciones.
Sí, eso tiene que ver con mi afán de ser de alguna manera un vagamundo, no un vagabundo. Pero también con el hecho de que —aunque digan que por eso no es del todo contemporánea— mi poesía es narrativa, como lo fue la poesía en sus inicios. Mussó tiene razón en eso de “la épica de lo cotidiano” en mi poesía porque busco testimoniar, relatar y contar. Recordemos que una de las acepciones de cuento viene de “calculus”, que además de sumar quiere decir contar, y eso es lo que hago. Si soy irónico es porque la ironía es una vieja compañera. Y con ella vienen la burla y la blasfemia premeditada para ofender a ciertos espíritus susceptibles y delicados.
Encuentro también en el libro una crítica abierta a la modernidad y al progreso tecnológico…
Más bien a la tecnolocracia, como le llamo yo, por ser una de las perversiones de la modernidad. Me parece que la gente quiere ser moderna cueste lo que cueste, aunque la mona no se acueste, y sin tener idea de la modernidad. Es un esnobismo eso de querer tener el último aparato de televisión o de figurar a como de lugar en las redes sociales; se trata ya de una especie de religión o una tecnolatría. Para mí un escritor no debe descuidar el conocimiento de la ciencia, porque puede confundirla con la tecnolatría, que es una ideologización de la tecnología. Por esa ideologización se puede llegar a creer que el único modo de vivir es haciendo un uso acrítico y colonizado de la tecnología, y que entonces lo único que queda es vivir mansamente en un rebaño preocupado por pulsar un botón que lo instale cómodamente en la aparente felicidad.
Y claro, no falta en el libro su crítica al sistema político y económico, a la historia y a los acontecimientos sociales…
Todo ello tiene que ver con la cotidianidad y con el hecho de que desde mi más lejana e irresponsable pubertad he sido militante de movimientos de izquierda. A mis trece o catorce años ya era yo parte de una célula de la Juventud Comunista de Ecuador, más tarde participé en el Partido Socialista Revolucionario, que tenía una línea a la que le llamaban la “línea cubana”. En ese sentido, conservo una visión que me hace pensar que soy un dinosaurio ideológico que cree en el marxismo como una forma de interpretación de la realidad y que no deja de soñar que alguna vez —aunque tengo la sospecha de que ya no lo veré— una forma alternativa de socialismo dominará en América Latina.
¿Cómo luce hoy para usted la poesía hispanoamericana y la mexicana en su conjunto?
Hay una poesía poderosa que se está escribiendo, por ejemplo, en Centroamérica, en Sudamérica y en México mismo, y que están escribiendo las mujeres. En México la mejor literatura, tanto en poesía como en narrativa, se está haciendo en el norte, y eso talvez se deba a la cercanía con la literatura escrita en inglés de los Estados Unidos.