Crónicas del Olvido
“EL ÚLTIMO BRINDIS”
Alberto Hernández
I
No recuerdo en qué lugar del espíritu, en qué librería mexicana, me tropecé con el poema. Lo cierto es que allí estaba la Ana Ajmátova de “El último brindis”, religiosamente silenciosa, traída a mis manos por la traducción de José Luis Reina Palazón.
Un día, hace algunos años, nos vimos en el mismo espejo con esta poeta rusa, maltratada por el régimen soviético. Traducida para La liebre libre por Belén Ojeda, dejé correr estas palabras en nota hecha parte de un libro: “Un voz densa contiene el dolor. Un aliento apagado surte de silencio el espacio donde el llanto se apoca. Anna Ajmátova, desconocida y alejada, ruda y tierna, en medio de una endemoniada persecución…”. Nada ha cambiado desde aquella primera lectura, sólo que esta vez la traducción de Reina le da a la impresión del lector cierta aspereza que lo vuelca un poco más hacia la autora, toda vez que revela el clima de quien sufrió los rigores de un largo proceso revolucionario que terminó –como todos- en el hostigamiento, la tortura y la muerte.
El poema, abrigado por la primera persona, abunda en detalles de una vida que conoció el frío de las estepas y la desolación del destierro.
Yo brindo por la casa arruinada,
por la vida que sufrí,
por la soledad a dos llevada,
y también por ti-
por la mentira de labios traicioneros,
por tus ojos fríos de muerte,
por el mundo cruel y grosero,
por Dios que no asignó la suerte.
II
Ajmátova escribió siempre en tono de despedida. La marca de este poema le asigna el reclamo a quien también formó parte de la traición, del olvido y la lejanía. Por eso no es fácil leer el dolor, y mucho menos el que suma el abandono de Dios, el tratamiento “cruel y grosero” del mundo. En este poema se resume el universo poético, la vida, de esta mujer que lo vivió y lo murió todo.
Perseguida por el estalinismo más feroz, formó equipo de sufrimiento con Ossip Mandelstam y Boris Pasternak. Los que la leímos hace años, lamentamos no haberlo hecho antes, pero la poesía clandestina soviética era eso, un sonido congelado en su propio eco por la mano férrea de una dictadura tan estúpida como protelariamente mentirosa. Los “ojos fríos de muerte” eran también la mirada de las estatuas donde reposaba el crimen del “padrecito” Josif Stalin.
Nacida en Odessa en 1889 con el nombre de Ana Andreievna Gorenko, publicó su primer poemario a los 23 años con el título de La tarde. Arrastrada a la maldición por la mirada permanente del “big brother”, su marido, el poeta Gumilev, fue acusado de contrarrevolucionario y pasado por las armas. Muchos de sus colegas de letras y amigos sufrieron la purga desatada por la “Gran Revolución de Octubre”. Los gulags se alimentaron de una carne demasiado sensible. En el año 38 del siglo que le tocó lacerarse, su hijo fue llevado a la cárcel. El frío de Leningrado supo de la espera de diecisiete meses al frente de la ergástula donde Lev sufrió el odio de un sistema terriblemente opresivo. En 1963 aparece en público el libro Réquiem, que contiene el poema “El último brindis”, donde vemos la razón de tanto dolor. Ese mismo año le fue concedido el Premio Internacional de Literatura.
“Yo brindo por la casa arruinada”. El país –su país- era esa casa, acosada por las garras de un poder sin sentido.
Cerca de la capital, en Domodedovo, muere Ajmátova en 1966. Su espíritu comenzó a recorrer el mundo, para disgusto de los dinosaurios de aquel proceso que terminó en un montón de palabras vacías, de seres humanos destruidos.
Este brindis, tan amargo como esperanzador por lo que lleva de fiesta (sólo por el trago de licor), se nos acerca mucho. Nos hace cómplices de “la vida que sufrí”, y nos arrastra hasta la orilla donde la sangre se detuvo para no manchar las aguas de un río imaginario.
En esta hora de cielo encapotado, escribo esta nota para recordar a esta mujer que salvó parte de nuestro íntimo universo.