Editorial

Crónicas del Olvido – UN POETA COMO YO

Crónicas del Olvido

UN POETA COMO YO

Alberto Hernández

I

La afirmación en primera persona nos augura un viaje por los fantasmas del poeta apureño nacido en El Samán, Alberto José Pérez, radicado en Barinas desde hace muchísimas carcajadas, bendiciones y alteraciones del tiempo. Se trata de un libro en el que el poeta se consume en su íntimo y angustioso pronombre personal, tanto que revela lo que mejor hubiese oficiado en la vida. Un poeta como yo registra con mucha alegría las mofas de la muerte, los asaltos de la nostalgia, los recuerdos acumulados en la casa, puestos a la disposición de quien quiera conocerlo en la página 37 de la edición de Mucuglifo (Mérida, 2006):

Un poeta como yo

Hubiese sido un buen vendedor de carne

De esos que llamamos pesero

O el prefecto

Más recordado de El samán de Apure

Por aquello de que cada quien

Haga lo que le plazca

Pero un poeta como yo

Nunca sacaría una muela a un cristiano

Ni dedicaría un poema al Che Guevara

Ni a Fidel Castro

Y menos aún a Mister Bush.

 

Eso sí

A José Alfredo Jiménez

A Chavela Vargas

A Alfredo Sadel

Himnos de alabanza y amor.

 

Bertrand Russell dijo

Que los celos son una manifestación de envidia

 

Yo soy entonces

Un envidioso incurable

Y tú

Bonita

Lo sabes.

 

Un espíritu cotidiano, embridado por la fuerza de quien sabe que la noche viaja en el silencio, que la muerte y la vida podrían ser una broma, no descarta ser puesto a prueba por las palabras, herramientas de placer y dolor, de vértigo y agonía. Alberto José Pérez, quien con El espejo y la memoria nos sacudió y supo ubicarnos con El retrato de memoria del corazón de una mujer, en esta ocasión regresa desde el polvo sabanero de Barinas a entregarnos esta confesión, la de advertir su condición de poeta, de hombre sometido por las imágenes de su soledad, por los ruidos de una hora que ha sabido consumir parte de nuestra existencia. No en vano nos “relata”, valido de las voces de su tránsito vital, las reflexiones vertidas desde la ventana de la memoria: “Hasta esta fecha/ Y a mis cincuenta y tres años/ Vividos satisfactoriamente/ Pude reírme de mí mismo// Me reí de la camisa que llevé/ Durante el día/ Me reí de mis zapatos/ De mi nariz enrojecida por el sol/ De mi cuenta bancaria/ Me reí de la disculpa que di/ A una señora/ Que casi me manda al otro mundo/ Con su automóvil// En fin/ Reí mucho de mí mismo/ Y al volver a casa/ Y decirle a los perros/ Que no conseguí nada/ De lo que salía a buscar/ También reí// Ello entienden/ Usted/ Quizás”.

La ironía, la burla, la sorna, con una ineludible carga de tristeza que rasguña el poema, hacen de este libro de Alberto José Pérez constante que en sus trabajos anteriores son la carne propia de una poética vertebrada por la misma manera de ser el hacedor de imágenes.

II

Tres años antes, llegado el medio siglo de vida, el poeta Pérez se duele de quienes lo han herido, de quienes lo han mirado por encima del hombro. Por eso, deja escrito: “Cumplidos los cincuenta años/ Miro en la ola/ A los que conozco/ De vista y trato// Los más de ellos/ Me odian y me desprecian// Abro los días/ Abro las noches// Sin el sudor/ Del que está perdido/ En su propio excremento”.

No obstante, después de ese paseo por esa acritud, el hombre que escribe estas páginas, el nostálgico de El Samán de Apure, pronuncia, sin dejar de recordar el dolor del poema anterior: “Por lo general/ Soy un hombre de cosas buenas// Si alguien se ha molestado conmigo/ Es porque también/ Generalmente/ Digo la verdad/ Pero miento/ Cuando la verdad/ No vale la pena decirla// Como ven/ No escapo/ Del rodeo humano// Disfruto el silencio/ Y la certeza de que los míos/ Duermen o comen/ Cuando hay que hacerlo/ Con la edad/ Ha sido más llevada la vida// Soporto mejor las ingratitudes/ de gente que creía muy mía// soy/ como Dios/ no perdono// He viajado adonde he querido// Duermo bien/ Y como dichosamente/ Lo que esté a mi alcance// Soy envidioso/ Yo envidio a la gente sencilla/ Que se sienta a las puertas de sus casas/ Casi desnudos y descalzos/ felices de la vida// Casi no compro objetos inútiles// Soy el mejor de los amigos/ Y aunque no lo crean/ He sido fiel a mis mujeres/ Como a este país/ Que se debate entre la vida y la muerte…” Este largo canto recoge el interior del poeta y los reflejos del paisaje que lo aprisionan. No deja pasar nada Alberto José Pérez, desde el amargo sabor de algunos días y la alegría de no ser “mejor que nadie/ Sólo que disfruto lo que me gusta de la vida/ A mi antojo/ Y eso me distingue…”. La vida, epicúrea al fin, se debate entre los devaneos de los amigos, la buena mesa o un trago para la eternidad: “Es hora de café con nuez moscada/ De tabaco/ de mirar hacia el teléfono/ Y escuchar un rato a Carlos Vives/ Sólo para comprobar que estoy vivo”.

III

Un poeta como Alberto José Pérez sabe llorar. Nada le es ajeno: si la felicidad está en el sorbo de un café, en los muslos de una mujer, en el sabor de un cigarrillo a cierta hora de la madrugada, también un poema puede conducirlo al llanto: “Ana Ajmátova llegó ayer/ Leí sus poemas en la lengua que entiendo/ Que quede claro/ En el español que habla María Fernanda Palacios// Al final/ Les cuento/ Que terminé llorando/ Como un condenado a muerte// Tanta desdicha/ Tantos golpes bajos/ Y cantaba/ Dolorosamente hermoso”.

Este poemario de Alberto José Pérez nos alegra y nos conmueve. Nos aturde y nos perturba. Un poeta -como el nacido en El samán de Apure- no podía dejar de sentir que el mundo está tan vivo como su corazón.

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