EL TIEMPO EN LA BÚSQUEDA POÉTICA
DE JUAN LISCANO
CRÓNICAS DEL OLVIDO
Alberto Hernández
Saberse imperfecto en la medida del tiempo. Saberse parte de ese movimiento estático que es la inteligencia, capaz de construir imágenes, ideas, edificios, odios y amores, cuerpos, defectos, colores. Saberse más allá de la inteligencia misma y aparecer en la lucidez de las palabras, en la poesía.
Aquí, en este sitio que se llama Juan Liscano, tiempo y muerte ocupan el mismo universo. Tiempo y muerte se encuentran en el lenguaje como un tropiezo, porque el verbo, pese a la creencia del autor de saberse permanente en la mirada de quien lo ausculta, sabe también que lo espera el vacío, la hondura del vértigo.
Trazar una línea crítica para reconocer a este poeta venezolano, nos conduce a la polémica.
La estrategia se basa en colocarse en el punto más cercano a la caída: el poeta se esgrime permanente deslave, un desangramiento interior en el que la eternidad es predominio sobre la finitud, pese a la desesperanza, alusión de agotamiento del discernimiento. He allí entonces la contradicción: lo que empieza, lo que termina, alfa y omega, principio y fin.
En Vaivén (1), último poema publicado por el poeta caraqueño, la imagen nos conduce a una conclusión:
Nadie es dueño del Tiempo y del Espacio.
Todo está por saberse. La continuidad
Suele disfrazarse para acabar o para empezar.
Verbos, infinitivos extremos. Parte de la memoria que se cuestiona al no saberse estadio del “acabar” y el “empezar”. El tiempo encubierto, en permanente desplazamiento hacia los extremos. El conocimiento de descubrirse tiempo y espacio, pero no saber más allá de su existencia. Ese continuun, encadenamiento de imágenes, destaca el querer decir de la poesía de Juan Liscano. El poeta se plantea un problema metafísico, tanto que se reconoce incapaz de ir más allá para saberse parte de la respuesta. Por eso afirma: “Los universos/ del alma son infinitos. Las nubes y los soles/ convocan, a su hora, a morir y a nacer…”
El tiempo traduce el fracaso, la relevancia de la realidad:
¿Cuál realidad es más real?
¿la del comienzo o la del final?
No se conoce el comienzo
Y el final aún no ha llegado.
La física mide y proyecta el futuro.
Lo arcaico se vuelve a sumergir
en el alma, a su vez insondable.
Desde allí otea el universo
de la incertidumbre compuesto
por oposiciones drásticas y remotas.
La pregunta contenida en el primer verso pone en duda la misma existencia del tiempo. Ninguna de tales realidades es más real que la otra. No saber de la primera y advertir que la segunda todavía no ha llegado, significa admitir que no se tiene dominio sobre ninguna, por esa razón el poeta, luego de las interrogantes, se responde a través de afirmaciones tan firmes que niega su propio conocimiento. En este intento, la palabra inventa el universo, lo hace palpable al saber: el mundo y sus asuntos caben en las palabras, pese a que la conciencia o la memoria puedan asir su contenido. La incertidumbre, esa suerte de espasmo del tiempo, recorre íntegra la poesía del también autor de Cármenes, Resurgencias, Edad oscura, Domicilios, Myésis, entre otras piezas. En todas ellas esta preocupación aparece ante la mirada del lector.
Pero si bien son ciertas las imágenes arriba leídas, más adelante Liscano nos lleva a leer:
“El Tiempo y el Espacio no son absolutos/ ni gemelos de fortuna. Tampoco lo son/ animales y humanos, ni el mismo Cosmos/ cuyo devenir preparan en sus laboratorios/ científicos casi siempre ajenos a la videncia/ del alma, a las sutilezas del sentir,/ a la persistencia en lugares invisibles/ del Ser Tutelar del Origen, insuflando el sílex”.
Todo es continuo. Todo sigue el curso del misterio, de lo impalpable, de lo inasible. La voz del poeta desconoce el génesis y el fin, pero tiene conciencia de su no totalidad. Nos conduce hasta la inteligencia científica, poco dada a aproximarse al mundo interior del humano ser, a la sapiencia de la oscuridad del hombre.
Este poema de Liscano, que hace todo el libro, revela una doble lectura. A través de la incertidumbre del tiempo nos lleva, entre preguntas y dudas, a deshacernos de respuestas imposibles, y mediante anécdotas protagónicas, nominales, nos propone una cercanía a respuestas menos convulsivas:
¿De dónde venimos? ¿Qué somos?
¿A dónde vamos? se preguntó,
en su dilatado sufrimiento insular,
el pintor Gauguin.
Mira a otros semejantes exóticos.
Lo ennoblece la nostalgia de la dicha
nunca aprehendida, nunca compartida.
Ve parte de un paisaje carnal
alentado por la energía del mar
y la savia de la vegetación.
Gauguin se habla a sí mismo.
Renegó del antes y del después
y murió redimido.
Paul Gauguin sigue el curso de las preguntas formuladas por el poeta. La narratividad incursa en este intertexto desviste la constante de Liscano en su obra. Entra en él mismo para dialogar con su tiempo, con su comienzo y su final. Obvió los extremos “y murió redimido”. Origen y consumación, la poesía de Liscano, atrapada por el tiempo que la sustenta, es continua gracias a las interrogantes que le formula al ser. Deviene tesis filosófica y funda una dimensión distinta en el significado del universo.
Un pintor atrapado en una isla: el espacio terrenal. Un sujeto que pregunta sobre los lugares de donde proviene y a los que deberá ir. Propuestas ontológicas. Viejas indagaciones que siguen siendo nuevas. Preocupaciones, temas de la poesía: la vida y la muerte. El tiempo, lugar donde ocurren los extremos. Nombrar todo es borrarlo. Olvidar es nombrar lo que está vacío en el tiempo.
En el mismo poema “Vaivén”, Juan Liscano habla en la voz de otro personaje para aproximarnos a lo más terrenal:
Miguel Machado desde niño
recibió la instrucción de sueños
y de visiones. Despierto o dormido
existía entre objetos sagrados
y animales mágicos. Rezaba
a sus escapularios. Nunca
echó de más la hacienda madre
andar en mula, recoger café.
Solía recibir recados secretos
de la Aparición. La invocaba.
Recorría el jardín vuelto Encanto.
Tocado con un viejo sombrero pajilla
le daba vuelta a los árboles.
Llevaba el torso desnudo y sostenía
entre los gruesos dedos, una vela de cebo.
Aparecía el Visitante de otro mundo.
Silencio y chirriar de grillos.
La forma estaba inmóvil, apoyada
en una mata de lechozas. La malla
no dejaba ver sino la cabeza
portadora de largas espinas.
El enmascarado era como Luna Nueva.
El tiempo es un efecto.
Señas y claves: el poeta, dueño de la memoria de las voces y del sentido de su entorno, propone la presencia de un ser humano, lo permea con palabras como aparición, encanto, visitante, enmascarado. Es decir, existe un “alguien” de misterio que podría ser el autor del tiempo: del comienzo y del final de todo. Un ser humano que reza a una aparición, un visitante esbozado cuyo rostro es desconocido, pero brillante. Escribe Juan Liscano: “Cada quien entiende como puede/ las selvas de las teorías, el movimiento/ continuo de todo. Entonces puede acariciar/ la frente y la pelambre de su perro/ o dejarse ir a la ilusión de las cosas”. De modo que cada uno es responsable de su luz y de su sombra. Cada quien es responsable del tiempo vivido y comprendido. Esta suerte de teoría existencialista preconiza la tesis del ir y venir por la existencia con el conocimiento que da la duda, la incertidumbre. Vaivén, tránsito por el tiempo y el espacio. Viaje interior donde “El movimiento de remembranzas da tiempo/ para reconocer lo que el Tiempo se llevó”.
“Sólo el tiempo puede devolvernos la esperanza”, afirma Juan Carlos Santaella. Y , precisamente, la obra de Juan Liscano se acoge a esta oración del crítico tequense. El poeta continúa:
Todavía hoy, cuando la palabra escrita rige,
no hay modo ni razón para escribir en números;
ni las matemáticas pueden inspirarse en el corazón
para cosechar poemas en la huerta consagrada.
Y más adelante:
Allí están las guerras, las bombas, la química,
las axilas siempre al desnudo del género femenino,
las barbillas fantaseosas, las infecciones del Aire,
la fatiga senil de la tierra, la disminución del Agua,
se salva el fuego, esencia de lo natural,
se le teme y se le ama, desde las glaciaciones
desde cada una de las edades.
Los versos que conforman la primera estrofa aluden la posibilidad de que la palabra escrita siga su tiempo, viva, y que las matemáticas no conviertan en simples números el corazón del ser humano. No se trata de acumular imágenes, memorias. La poesía va más allá de las mismas palabras. Todo lo afirmado arriba abre la puerta de la esperanza, porque si bien es cierto que la palabra “todavía hoy” sigue, es porque podemos sentir posible que siga siendo poesía. De esa esperanza amenazada, el Apocalipsis, el final provocado por el mismo ser humano, por su indolencia y maltratos al medio ambiente y al espíritu del universo. La guerra, el terror causado por la polución, todo lo que afecte la “felicidad” de los hombres. Aire, Agua…se salva el fuego. Trátase del fuego bíblico, del causado en la tierra por la mano perversa de los incendiarios, de los que se definen como extremistas del fin.
Poeta de la profecía, así lo escribe Eunice Odio, como lo son Vallejo, Díaz Casanueva o Rosamel del Valle, Liscano ahondó en el ser, vio el adentro del ser humano, lo que lo hace un poeta incomprendido por su densa propiedad metafísica.
Va del ser a la intemperie del ser. Del adentro del ser a lo que este ser hace en el afuera. Así, la edad oscura del ser se proyecta en la terrible realidad que significa la guerra, las armas de exterminio, la lluvia ácida, la muerte provocada por el otro. De “exterioridad histórica” califica Armando Rojas Guardia el respetuoso anacronismo de Liscano.
“De todo esto se desprende que Liscano resulta literariamente excéntrico. Y, si trasladamos esto al medio social, el anacronismo de su última obra –se refiere a Myésis- tiene todavía un espesor más grueso: ¿no resulta asombrosa, y caso conmovedora, en este marco abyecto de la democracia petrolera, una obra dedicada a la elaboración rigurosa de temas relacionados con viejas, antiquísimas escuelas de espiritualidad, con arcaicos universos religiosos?”. Esta pregunta de Rojas Guardia ancla el tema del tiempo. Para Juan Liscano el comienzo –pese al desconocimiento que se tiene de él, como del final- encaja en el presente: regresar a los arcanos, al primer aliento y revelarse en el árbol del día de hoy, pese a las distintas circunstancias que imperan en el ser y en la historia.
Un texto de ese libro nos lleva de la mano para entender la primera parte de este trabajo:
En el lugar de origen
el cortejo sibilino
regresa a las fuentes.
Remonta la muerte.
En un punto del tiempo
al alborear confusamente
clara de bruma rompiendo en azul
verá brillar en relámpagos
el antes oído manantial.
Así
la yacente
cruzará la sombra.
El espacio germinal, la brotación de la vida. En ese lugar recóndito donde el tiempo no existe, no es conciencia, habita lo que habrá de llamarse el después, que es la muerte, otro desconocimiento. En el tránsito de ambos extremos, el poeta devela el misterio a través de la poesía, ubicado en el no saber, en la sombra que es el origen. Texto circular que verifica la preocupación permanente de Liscano por el tiempo.
***
En el prólogo de la edición de Edad oscura, elaborada por La liebre libre, Juan Liscano advierte: “Sentí intensamente el advenimiento del Apocalipsis en la civilización cristiana. Los jinetes eran la droga, la TV. Y el mundo audiovisual computográfico, y la tecnología espacial. Se habló de guerra de las galaxias. Todo ello golpeó mortalmente mi creencia en la novedad americana, tanto la del Norte como la del Sur. El desarrollo televisivo y la tecnología me causaron malestar del alma, lo cual me indujo a profundizar mi interés por lo religioso y por lo mítico, por la verdadera espiritualidad…”.
Este “malestar del alma”, frecuente en los artistas, es una recurrencia en la mayoría de los libros de Liscano. Malestar que abreva en su último escaño vital, Vaivén.
En el poema “En el vestíbulo”, primero de Edad oscura, como afirma Juan Gustavo Cobo Borda, se “evidencia el descondicionamiento de una conciencia que se enfrenta a un mundo de alternativas feroces: somos todos los hombres y ninguno, somos ese niño que lame sus heridas y ese adulto que hoy lo recuerda”. Liscano habla, dice: “Solo, en vano, contra el tiempo,/ vencido de antemano y sin remedio,/ vencedor porque sabe sus derrotas,/ naufragado en tierra, nadando entre raíces,/ luchando contra la corriente de arena de las horas/ y al irse a pique, de un golpe de talón subir a través de una epidermis de gramas y de podres/ hasta la superficie donde fluyen las aguas,/ corren las bestias, caen las hojas,/ se esparcen los abonos, las semillas/ y da traspiés y pisa y pasa el hombre”.
El hombre, el comienzo, el que por vez primera se ve en el mundo, entre los animales, animal él, se levanta de la semilla, del barro podrido con que Dios lo hizo, lo maculó, entre la salvaje naturaleza que, en poemas más adelante, mira con el desparpajo del asombro por lo que llegó y será: el futuro ya estaba incubado en la mirada inicial. Designio que el tiempo, “contra el tiempo”, creó como una jugarreta. Este génesis revela también el tema religioso que líneas arriba dijera Juan Liscano en el prólogo de Edad oscura.
Y, precisamente, en el poema que le da nombre al libro, el poeta caraqueño destaja:
“Época de tormentas y regreso a los ritos de sangre/ a los hechizos maléficos/ cuando la rosa se transforma en sapo/ el sexo en espinar/ y el odio/ como en los tiempos de su expansión mayor/ impera sobre los esfuerzos de la bondad/ sobre la inconfesable nostalgia de la dicha”.
La historia, el decir de los hechos, la dirección que el tiempo le ha conferido a las acciones humanas: la nostalgia del paraíso, he allí la angustia por regresar a las raíces, al barro primigenio, al primer amasado de la carne y al soplo del espíritu.
Un texto que se somete a los rigores del tiempo alude los laberintos de la sangre, el tiempo hecho herencia en el cruce humano. “Huellas”, de Edad oscura, favorece el tratamiento que en este corto trabajo hacemos del tiempo, la huella que Liscano marca con su obra:
“Las huellas nos confunden./ Proceden de todas partes./ De ayer, de este momento, de mañana./ Son pisadas interminables/ una invasión de rastros voraces/ un suelo de zumbantes pasos./ Idas y venidas, migraciones/ familias errantes en nosotros/ que nos cruzan sin cesar, que salen, entran/ deambulan por todos los rincones/ en cada lugar del piso/ y hasta en los muros donde sus huellas digitales/ son largas heridas sangrantes.// El viento sopla en vano sobre esos rastros./ No los puede aventar hacia otros sitios/ más bien los riega por las moradas/ por los aposentos/ por los desvanes cerrados/ por las cuevas donde vive el loco del lugar/ entre los helechos de la colina/ donde pace el caballo/ en las rocas donde yo jugaba a Prometeo./ No los puede aventar/ ni puede secar la sangre sobre los muros”.
Evangelio del origen y agenda del Omega, el mismo Juan Liscano, en la larga entrevista que sostuviera con Arlette Machado: El Apocalipsis según Juan Liscano. Conversaciones, Publicaciones Seleven, C.A., Caracas 1987), afirma: “El recuerdo tiene para mí un carácter contradictorio. Estoy consciente de que el pasado forma parte de nuestro presente, que lo arrastramos. Estoy consciente de la importancia que tiene el pasado, inclusive desde un punto de vista de alta espiritualidad (…) Desde un punto de vista literario, psicológico, el pasado nos conforma y es un tema extraordinariamente importante para la creación literaria y para la acción humana (…) El pasado es fundamentalmente tiempo, tiempo es sufrimiento, acondicionamiento…”.
Recuerdo, tiempo, pasado, son palabras constantes en la poesía de Juan Liscano. De ellas extraemos el espíritu de un hombre que hizo de la poesía una direccionalidad humana, rasgo visible de su preocupación por el devenir del hombre, por su inserción en el futuro.
En Demoliciones lo expresa con claridad: “Lo más nuevo es la ruina que empieza/ lleva su grieta de nacimiento/ su hendidura natural/ la herencia de las destrucciones/ y del pecado original de haber nacido”.
La curva cósmica del tiempo define la imperfección del saber humano, de allí que el poeta se confirme como un frustrado del hombre, un desasistido de su paso por la tierra. La poesía es una manera de verificar el adentro oscuro del humano ser. Un denso pesimismo ronda cada una de sus inflexiones: “El brazo y la mano prepararon el arma./ Llegaron a ser el instrumento mismo del exterminio./ Ahora son partes del arma que tomó su puesto” (“Homicidio”).
Del nacimiento a la muerte. Del barro original al crimen. De la mano de Javé a la piedra que Caín estrelló contra su hermano. De la inocencia del niño a la culpa acumulada. El viejo precepto judeo-cristiano que Juan Liscano siempre expresó, tanto en su poesía como en sus ensayos.
En Espiritualidad y literatura: una relación tomentosa (Seix Barral, 1976), el poeta Juan Liscano escribe: “Entre las muchas aspiraciones, a veces extremadamente antagónicas, de la literatura, está la de servir de intermediaria entre un más allá y un más acá; la de crear mitos (es decir, realizaciones simbólicas de nociones arquetipales); la de acusar, denunciar, desenmascarar, provocar revulsiones y revoluciones para despojar al individuo o a la sociedad de sus máscaras, cartas marcadas, tratos de intereses creados con que pretenden lograr seguridades y ventajas para vivir, aunque el precio de ese despojamiento y de esa requisitoria sea la desgracia”.
Liscano nunca dejó de cumplir con este cometido. En medio de los sobresaltos y vaivenes del tiempo, cumplió con su trabajo. Quitó máscaras, trazó una línea entre el acá temporal y el allá intemporal; creó mitos porque reveló símbolos y enunció sus efectos. Acusó, denunció, provocó revulsiones y revoluciones en el lenguaje y en la opinión de sus lectores y se enfrentó a la desmesura que anuncia tragedias y dolores.
En ese tiempo, en la constante de su poesía, este poeta de nuestro tiempo, hizo del tiempo una exigencia para mirarse en una lectura futura.