Editorial

Mariel Turrent – Padecimientos literarios y otras afecciones

Mariel Turrent

Padecimientos literarios y otras afecciones


 

De mi ceguera y otras cosas

 

Querido Alberto,

Cómo explicarte a ti, que te ganas la vida ayudando a ver bien a los otros, que justo ahora que me ha llegado la vista cansada, empiezo a ver las cosas claramente. Como siempre, me dirás que estoy loca. Pero aun así te lo voy a contar. Cuando cursaba el último semestre en la Facultad de Letras de la UNAM, gracias a una novedosa operación que me curó la miopía, tenía una vista de halcón, de cerca podía ver hasta las fibras con que estaban hechas las hojas blancas y de lejos percibía con detalle hasta las venas de cada hoja de esos árboles que para mí antes eran una mancha verde. De la misma manera tan clara, tenía yo respuesta a todas las interrogantes que se me habían presentado antes de entrar a la carrera y creí con total certeza que el mundo entero vivía en el error y que yo era la única que realmente conocía la verdad de las cosas. Todo lo que para otros era una interrogante sin respuesta, yo lo veía diáfano y trataba de iluminar con esa luz que poseía a todos los necios que tenía a mi alrededor. Así podía pasar las horas, hablando sin parar y apasionadamente de un sinfín de teorías y reflexiones propias sobre lo que yo creía en ese entonces que era la quinta esencia del hombre y de la vida.

Hoy, ya a mediados de mis cuarenta, empiezo a perder la vista. De cerca ya no veo los detalles y de lejos empiezan a difuminarse los contornos de las ramas que se mezclan con el verde en las copas de los árboles. Justo ayer en una reunión de contemporáneas, nos reíamos contando como nos habíamos sorprendido al ponernos los lentes y darnos cuenta de que la cara con Photoshop natural que hemos estado viendo en el espejo los últimos seis años está llena de manchas del sol, de arrugas, de poros abiertos y puntos negros. Y la carcajada nos llegó cuando una confesó que saliendo del oftalmólogo fue directamente a la depilación definitiva, pues no se había percatado de la selva que invadía esa piel que creía limpia y tersa. Igualmente me doy cuenta de qué fantástica era mi creencia de conocer la verdad. De qué inaccesibles a nosotros los humanos es la Verdad. Y digo la Verdad con mayúscula pues me doy cuenta de que cada quién tiene sus propias verdades, que cada persona tiene una visión distinta y una teoría propia en la que cree ciegamente.

Cuando te conocí en África, me arrastraba un éxtasis perturbador provocado por esos animales que finalmente veía yo en su hábitat natural. Lo que nunca vi a pesar de mi vista de halcón, fue que tú lejos de amarlos los aborrecías. Y si estabas ahí era porque te gustaba matarlos. Nunca siquiera me pregunté qué hacías en África. Di por hecho que mi verdad era la tuya pues lo que sí veía era tu piel brillante, curtida a la perfección por el sol, tus ojos misteriosos y tu cabellera ondulada y libre, como un elemento más de aquella naturaleza que nos rodeaba. Jamás me di cuenta de que al llamarme loca manifestabas la distancia que nos separaba y que afloraría tarde o temprano. Y yo creí que ese “loca” significaba lo mismo que el “loca” que dijeron mis padres cuando les dije que quería estudiar filosofía y letras. Pensé que reconocías mi espíritu rebelde. Pero ahora, a pesar de que mi ceguera me hace creer que tu piel sigue siendo la misma, ocultándome esos surcos que te han rajado la cara y los daños irreversibles que te ha causado el sol durante tantos años, viene a mí la duda del verdadero significado de ese “loca”.

Y ya dudo de todo, hasta del honor de tu profesión; de nada vale que tenga yo un marido oftalmólogo, que prefiero quedarme ciega pues en lo único que creo, es en el poder de la naturaleza, que en la medida en la que me estoy volviendo vieja, me regala esta ceguera para que siga viendo en el espejo a esa joven sabelotodo que ahora, sabe con certeza, que no existe una sola respuesta ante una interrogante.

Susana

To Top