El aterrador hecho del cambio
Ernesto Adair Zepeda Villarreal
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Somos, por naturaleza, seres que gustan de la cotidianeidad, del confort, de la seguridad de conocer que un evento sigue a otro, casi de manera calcada. Sí, nos gusta la emoción y la opción de que las aventuras se sucedan unas detrás de otras, con la adrenalina de no saber bien el giro argumental que han de tener. Pero siempre hay un espacio para que todo se repita, sea estable, una ley tallada en la piedra. Por otra parte, el cambio es inevitable, y la casualidad se deja entrever según los vaivenes de la vida misma. Siempre hay un instante que no sigue la expectativa, una trayectoria que se quiebra, o que simplemente deja que el azar se encumbre en sus lides. Vamos por la vida sujetos a la cotidianidad, y también al cambio. Son pequeños pasos que se dan en cualquier dirección, y que además auguran nuevos momentos y etapas, como saltar de un charco a otro, antes de darse cuenta que ya no reconocemos la poza inicial. Es parte de la vida, sabemos, y nos agobia su inevitabilidad.
En ocasiones ansiamos el cambio, y lo planeamos con una estrategia anticuada que de antemano sabemos no podrá darse en los términos que estamos esperando. Llegará el momento, y todo se desenredará de la manera más factible posible dadas las circunstancias, a veces en mejores términos a los esperados, a veces en otros muy distintos. El primer paso es el más importante para avanzar, aunque también lo es el que le sigue, y el que sigue, hasta llegar al antepenúltimo, donde cada nueva etapa tiene una gama de opciones y posibles desenlaces. Sólo el último paso es el que nos da certeza, ya que la inevitabilidad de la muerte es un pleonasmo fulminante. Al final, pese a cualquier argumento, el final estará dado, será un hecho que se consuma, un grotesco punto final en la página. Así que no merece tanta atención como todas aquellas posibilidades que le preceden. Cambiamos de escuela, de parejas, incluso de sueños, y dejamos detrás una forma de vida para encumbrarnos en otra. Por fortuna, cada nueva realidad se transforma en la siguiente estabilidad, por lo que reiniciamos el contado de sustos, y nos aferramos a la idea de que así ha sido siempre, y de que así tendrá que continuar. Es el velo dentro del velo.
Cambiamos de hábitos, cambiamos de rutas, cambiamos de vida. Un día será el último de los días para cualquier ocasión: la última llamada a ese número telefónico, la última caminata por el patio de honor, el último brindis después del partido. El cambio está en nosotros, reza una extraña frase que divide a la politiquera nacional de izquierdas y derechas. Paradójicamente, hay algo de verdad en ello. Ya que el cambio nos ha de perseguir constantemente, y cada decisión implicará una nueva mano en la baraja. El cambio somos nosotros, en esa eterna trasmutación, en esa permanente bonanza del caos. Nos angustia el cambio, y sin embargo, nada podemos hacer para que no ocurra. Incluso la inmovilidad es resultado de la agitación, y se entreteje de manera extraña con otro medio centenar de posibilidades. El cambio yace en nosotros, es nosotros, pese a nosotros.
Y nos abriremos paso a la nueva realidad, sabedores de que vendrá una nueva a sustituirle, y a esa, otra. La rutina vale tanto como lo podemos soportar, y se estira y encoje con el clima, se desluce con las palabras, y a veces también se crece, se pavonea de las fantasías y las certezas, y pocas veces, realmente pocas, se ajusta a lo premeditado, a lo deseable, a lo definido. El cambio nos hiere en un rincón del espíritu que se asoma a lo largo de nuestra existencia, dando tumbos entre el porvenir y la probabilidad. Hecho eso, la resignación de acostumbrarse a lo que “es”, como si fuera una manda o la consecución de una máquina que llega a su computo finito. Lo que surge de la verdad es el hecho inobjetable de las decisiones, la evidencia histórica y documentada de lo que ocurrió, aunque se pueda recordar de cientos de maneras diferentes. El cambio es permanente, y por eso sufrimos.
Mañana vendrá un nuevo día, y detrás de él llegará el nuevo orden mundial, o cuando menos la versión diluida de la que somos parte, esa astilla de fundamentada realidad que nos envuelve. Como cualquier persona, el pavor que viene del cambio yace más en la memoria y la nostalgia que en la constante evacuación de nuestros planes y deseos. Será el mundo y sus piedras las que se finquen mientras nos esforzamos por mantener la lucidez del momento. Entonces el cambio será apenas una pálida ensoñación de una vida que apenas recordamos, y que en muchos de los casos nos parecerá apenas legible, casi casi irreal. Aún pese a todo, habremos de marchar por la senda, y hallaremos paz en la noción de que nada es constante, y que el ciego tenía razón, que el río nos habrá modificado sólo ante el hecho de observar el curso del agua, a la que sabremos que hemos de entrar con cierta planeación, pero completamente inseguros de la piel que irá tocando el agua.