Editorial

Murió el Pornócrata – Ernesto Adair Zepeda Villarreal

Murió el Pornócrata

Ernesto Adair Zepeda Villarreal

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En septiembre 20 de 2024 falleció Alberto Vargas Iturbe (1953). Muchos lo recordarán por sus picardías, otros por el desgarbo, otros por su enormidad física, y muchos otros, quizá los más, ni siquiera sabrán que pasó por el mundo. Falleció siendo cuidado por su esposa, la señora Julia González Luna, quien con bastante paciencia lo acompañó en más de 30 años, en las buenas, las malas, y las desconocidas. Una prueba de que el amor encuentra sus formas, aunque muchas veces no seamos capaces de reconocerlo por tener la cabeza sumida en nimiedades. Falleció en silencio, derrotado por el desgaste de las enfermedades, apenas con sus libros empolvándose en un cuarto que antes fue una tienda de abarrotes, mientras las secuelas del COVID, las guerras económicas y los cambios estructurales del país suceden todos los días, aterrándolo. Algunos de sus amigos se reunieron en Las Dos Fridas, casa y espacio cultural de Sergio García en Ciudad Neza, para rememorarlo. Murió Alberto, fue trasladado a Jungapeo, Michoacán, y la burocracia lo hizo esperar dos días antes de ser enterrado.

Falleció sin pegar el best-seller que tanto deseaba para coronarse dentro de la lista de autores nacionales en medio de los reflectores, sin ser bienvenido en las librerías, reconocido por la multitud. Aunque quien sabe si le hubiera gustado, ya que por otra parte era un tanto hosco de ser el centro de atención, de la pedantería de los intelectuales. Pero murió dejando su colección de obras, a todos sus amigos, a los jóvenes que siempre siguieron sus pillerías, y en los que tanto creía. Amó a las mujeres, el sexo, y la amistad. Siempre se declaró en contra del suicidio, se decía humanista, neo-filólogo del campesinado, un testigo del placer y la comedia. Falleció abriendo espacios culturales propios, impulsando la gestoría cultural de lo sub-urbano, de lo vulgar, de lo marginal dentro de lo marginal. Porque incluso para muchos escritores que no tienen cabida en el canon institucional, Alberto era el apestado, el indeseable. Abrió su sello editorial, el Colectivo Entrópico, con casi 20 años de antologías públicas donde todos eran bienvenidos, sin importar filias, fobias o experiencia editorial. Murió distribuyendo sus libros de mano en mano, en encuentros o presentaciones casuales, sacando los volúmenes desde su bolso de cuero para entregarlos con un brillo tierno en sus ojos; especialmente si eran jovencitas, que pronto leerían sus ‘cochinadas’.

Murió Alberto, viejo, convencido de que la libertad de expresión es lo más valioso que tiene un artista, y de que la virtud no cabe en la censura, en lo políticamente correcto, en lo masivo. Aunque le daba pánico leer en público y temblaba como un niño pequeño; lo que era muy cómico al pensar en sus casi dos metros de altura y más de 100 k de peso. Muchos recuerdan que los sacaron de espacios públicos por su culpa, por su temática poco adecuada para los espacios culturales. Sin embargo, fue libre. Esa escuela permeó entre sus conocidos y la incontable cantidad de jóvenes a los que dio mayor confianza, ya que, si algo quiso compartir con todos, fue que uno escribe lo que quiere, publica de la manera en que da gusto, y comparte con las personas a las que estima. Largas fueron las discusiones con sus editores sobre las fotografías de modelos en sus libros, mayormente desnudas, en poses prácticamente pornográficas, donde el cachondeo era el centro de todo; muchas puertas se le cerraron en librerías por lo mismo. Eso no lo agüitaba. Así fueron sus libros, así los publicó, así se pueden leer. Porque no cedió ni a las críticas, ni a la postmodernidad, ni a los movimientos sociales de las buenas conciencias renovadas en el esnobismo de la ‘justicia social’, que ni es justa ni es social. Aunque lo resintió, y tenía miedo de cruzar la ciudad con los contingentes violentos de esos grupos.

Murió Alberto, encerrado, así como vivió sus últimos siete años, primero por los achaques de la edad y por recaídas en su salud mental. La pandemia de COVID afianzó más sus temores, ya que a partir de ellos apenas se animaba a recibir visitas, atento de las noticias, de las campañas de vacunación. Aprendió a usar la tecnología, apenas, usando el teléfono y los chats virtuales para contactar con el resto del mundo, lo que se fue reduciendo progresivamente. El cuarto sitio de su aislamiento fue su propio cuerpo, cansado, tembloroso, desgastado por años de pobreza y excesos, para finalmente perderse en el laberinto de su mente. En ese sueño, tal vez rodeado por huertas de frutales y exuberantes mujeres de todas las razas, descansa ya Alberto, vuelto a su mocedad tierna, fortalecido, galante, febril.

Sus amigos recuerdan que era un hombre lépero mientras un blues se escucha de fondo (un chingón blues, diría Beto), de gran tamaño, imponente, jovial en la conversación casi a gritos con su voz profunda. Historias sobran, anécdotas, pillerías, mientras la comida y la música alivianan la ausencia que todos notan, pero es indecible. Sus libros se mantienen, y tal vez alguna que otra obra póstuma pueda salir a la luz. Ya se sabrá quien sigue hablando de sus libros en años venideros. El hombre que marcó toda una generación con sus escritos vuelve a la tierra que lo vio nacer, con esa estela de co-creadores que, muchos de ellos jóvenes, se abren paso por sí mismos ahora con proyectos propios; y otros tantos que experimentaron la literatura antes de seguir por otros rumbos (y quienes se sentían en la cima, pero ni las musas ni los lectores les siguieron la pista). Fue un hombre fuera de tiempo, un poco salvaje en el sentido del provinciano que llegó al monstruo urbano de la CDMX, que compartía cuanto podía, que atestiguó el asentamiento de Ciudad Nezahualcóyotl, y que legó mediante sus obras su confianza en la felicidad, en la vitalidad, en la juventud, en las mujeres. Murió Alberto, sí. Pero se mantiene con nosotros Alberto Vargas Iturbe, el Pornócrata, el viejo cochino de la literatura mexicana contemporánea, que también fue nuestro amigo.

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