Los amores que he dejado ir XV
Ernesto Adair Zepeda Villarreal
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La memoria es traicionera, y poco ortodoxa. Es común que dentro de las rutinas hogareñas tarde o temprano surja algún nombre del mismo grupo académico para molestar a los niños, sea mujer u hombre, siempre hay alguna referencia ya sea por su amistad, su mención, o su simple existencia. A veces, estamos del otro lado del juego, y disfrutamos del bullicio de la negación, de hacer sonrojar a un pequeñín que apenas tiene noción de nada en el mundo. O es la amistad entre los padres, la broma, o incluso el deseo de perpetuar su relación mediante las raíces de la plántula independiente que se abre paso por el mundo. Así la recuerdo a ella, esa compañera de primaria, con la que más de una vez me hicieron mofa. No los culpo, no los maldigo. Luego cada quien sigue su camino. Realmente hay poco que decir sobre la temprana mocedad, más acuosa que confiable.
Pueblo chico. La casualidad dio por volvernos a encontrar más tarde en la secundaria, segundo grado, diferentes personas. Pese a la aparente familiaridad, seguíamos siendo desconocidos. Porque nadie conoce a otros de niños, sólo se acostumbra a ser parte de una manada. Es hasta que comienza a desarrollarse la personalidad, los gustos, los juicios, los ideales, que nos hacemos ideas de otras personas. Entonces la aceptamos o rechazamos, o lo que pasa en el punto medio. En fin. No éramos afines, pero tampoco enemigos, aunque mediaba una especie de proto-celo del perfil intelectual. Ella esperada, pulcra, atenta, y yo con el don innato de los embaucadores con una ágil memoria y una habilidad sensorial para comprender conceptos nuevos. El punto era que por algún guión no escrito, divergíamos un tanto, en una carrera impuesta desde la comparación en años previos. Joven inteligente, no cabe duda de que merecía ese reconocimiento general, aunque también le ganaba un poco de antipatías de los demás.
Cruzamos de nuevo la vereda, sin mayor profundidad. Las ramas de las enredaderas se abren su propio paso. Más tarde nos volvimos a reunir en una penosa situación, con la pérdida de un amigo mutuo. Por algún motivo, la imagen de su vestido blanco en sandalias no ha desaparecido jamás. Quedó inscrita como una flor dentro de una campana de cristal por la que no pasa el tiempo. No se le rinde culto, no se le desea, no hay ninguna pretensión oscura, pero yace allí, en alguna estancia de los pensamientos. A destiempo, pero la admiración de sus habilidades era lo que la hacía, entonces, única, y lo que la sostiene como un péndulo en el pasado. Una mujer inteligente, comprometida, hábil, que logró convertirse en cirujana, y que viaja por el mundo. Me alegra eso, porque no se ensucia con la banalidad del romance, ni la envidia. Cuando pienso en ella es porque es una persona a la que se puede admirar, que es libre, el reflejo del otro lado de un espejo que fue y no, en el mundo que compartimos, el instante.
Nunca fue un arco romántico, un deseo físico, sino el poder reconocer la vibración de su inteligencia, otro cuerpo, otra criatura elemental. El mundo es más bello por su existencia, sin estar atada ni a la amistad, ni al interés, ni a la convexidad de las relaciones humanas. Una especie de atracción intelectual, no en el sentido posesivo. La mayoría de mis recuerdos se han corrompido por la vejez, por la fantasía de reconstruir el orden de las cosas, por el engaño de reinterpretar los sucesos, los eventos, las posibilidades que debían de acontecer de manera encadenada e iterativa. No obstante, aquella tarde de duelo recoge su cabello ondulado volando sobre su rostro, con el rostro ladeado, en ese breve y dulce saludo de la paz al reconocer a un semejante en el caos de la vida cotidiana. Está allá afuera, conociendo otras naciones, portando junto con ella esa chispa que poco supieron reconocer sus compañeros a falta de valoración de las virtudes de la inteligencia. Me entusiasma saber que está allí, en cualquier lugar, porque eso lo hace más sugestivo. No es una variación de la probabilidad, no es un sueño fantástico del desenfreno juvenil, sino la simple ejecución de una rara forma de la belleza que encontró en aquella jovencita su portadora ideal. Por mi parte, descompuesto, abrupto, hosco, recorro mis propios sitios, cosecho vocablos a veces siniestros a veces dulzones, inscribiendo símbolos agotados en la respiración que aprisiona el horizonte. Quizá la siguiente vez que converjamos nos sentemos a dialogar profundamente de todo lo que hemos aprendido en el camino.
