RADIOGRAFÍAS
Aflicción y festividad en México
NORMA SALAZAR
A discrepancia de la generalidad del resto de los países en los que la muerte tiene un señalamiento de aflicción en México acontece algo incomparable, gracias a una de sus festividades más trascendentes, me refiero, a la celebración por el Día de Muertos orígenes entrelazados de la cultura prehispánica y española. El Premio Nobel de Literatura, Octavio Paz apuntó en su libro El Laberinto de la soledad (1950) el tema de la expiración declara que para los mexicanos modernos le da el envés a la muerte y le es inadmisible cavilar en la propia sin embargo, ésta se hace presente: “el mexicano en cambio, la frecuenta, la burla, la acaricia, duerme con ella, la festeja, es uno de sus juguetes favoritos y su amor más permanente […] En su actitud hay quizá tanto miedo como en la de otros; mas al menos no se esconde ni la esconde; la contempla cara a cara con impaciencia” Se dedican calaveras literarias, las cuales expresan en forma de broma la llegada de la muerte a ciertas personas o en ciertas situaciones; se ponen altares, se adornan las tumbas con colores vivos que tiene una simbología concreta; se ofrecen alimentos para aquellos que se piensa regresarán del más allá. Ellos/as vendrán para ingerir la comida que tanto les gustaba, esta destina para ellos/as, se cree que el difunto/a retornará en esa fecha a su casa terrenal. Para los mexicanos, estas acciones a simple vista se consideran normales e incluso se asombra su agudeza y beldad, pero también recapacitamos sobre su origen psicoanalítico. El Día de Muertos puede concernir las salvaguardias obsesivas, como un control y un triunfo. Y es que, como decía Melanie Klein, “las situaciones de experiencias dolorosas de toda clase estimulan a veces las sublimaciones”
La tradicionales calaveras de chocolate, amaranto y de azúcar —son alimentos dulces que avivan al paladar una sensación encantadora— con el nombre de la persona ya perecida durante esta gala mexicana actúa como una sutil metáfora sobre el proceso de duelo al mismo tiempo que se acepta la pérdida a causa de la ausencia, trasladamos a nuestros seres queridos hacia el otro espacio interno de nuestro ser, sí, lo trasladamos a nuestra memoria donde aún podemos coexistir con ellos a través de los remembranzas y las sabidurías que nos dieron en el pretérito. Durante toda nuestra vida, repetimos este trabajo mental y esos seres queridos finalizan en nuestras mentes. Poco a poco estos la habitan, la colman de bondad y es ante la superioridad de esta cualidad que el enfoque de nuestra realidad cambia: ya no se vive con miedo y temor a lo desconocido. Al contrario, gracias a la presencia interna de las personas que se han ido se fortalece en nosotros un efecto de seguridad y confianza en nuestra personalidad que nos cede a vivir con serenidad, aunque ellos/as físicamente ya no estén entre nosotros; lo antepuesto se acerca al proceso de la personalización proyectiva.
El Día de Muertos, una fecha en la que nos es viable hablar con los seres queridos que se han ido, transportarlos de vuelta y sobre todo madurar que nuestra vida en algún momento llegará a su fin- Lo cual nos da la oportunidad de regocijar el presente con aquellos que aún están vivos, al mismo tiempo reflexionar que aún cuando hayamos partido de este mundo físicamente, continuaremos vivos en las mentes de las personas que nos han querido, amado o fuimos algo para ellas importantes. Desde un principio Sigmund Freud enfatizó que el duelo a causa de la pérdida con el paso del tiempo, este estado emocional puede superarse; por otro lado, advirtió que puede traer como secuela alteraciones en la conducta de profundo dolor, una falta de interés en el mundo exterior, pérdida de la sensación de amar y apartamiento de cualquier actividad que se relaciona con la memoria del muerto, es decir, aislamiento. En este estado la realidad tiene una gran relevancia, es la que muestra a la persona, al ser vivo ha desaparecido y que ama.
Ahora bien, la muerte «sale» esencia biológica del ser para existir en términos cognitivos. Es interesante acentuar que «existir«, en términos etimológicos, «salir de» (ex stare), la muerte que el ser humano o ser vivo tiene por adentro en su transmisión genética brota a la luz de la conciencia y produce una respuesta orgánica, aun cuando sea de índole que calificamos hoy como «cultural«.
La «secreción» de ritos, mitos, cantos y más universalmente, las primeras expresiones expresivas del género humano ya fueran dancísticas, pictográficas, musicales, gestuales, o verbales, desarrollarán a resolver culturalmente este «problema» forjado por la aparición de la función simbólica.
Déjeme ser enfática amable lector, la cognición humana se conformaba a medida que se iba desplegando la facultad de ésta concretamente humana con su propio lenguaje y la correspondencia del hombre con el mundo, su cosmovisión, se iba constituyendo en una «mitología» hondamente enraizada en la extensión orgánica del ser en la que el sujeto conocedor obedece usualmente con el objeto por conocer mediante croquis de acción narrativa que impiden la intervención reflexiva. Esta cognición se declara en el mito. Precedentemente de que ocurriese un Logos existía un Mythos, y los primeros silabeos cognitivos del hombre atañidos con la muerte fueron de índole mitológica; nada conservaban con la mayéutica meditabunda en particular del razonamiento occidental. Reitero en el mito de la creación del hombre inmediatamente de haber ejecutado lo que pedía Mictlantecuhtli a Quetzalcóatl, como leemos perfectamente la acción entre estas dos omnipotencias.
“Se apresta a llevarse los huesos-jade atesorados por el dios del inframundo.
Sin embargo, antes de que se fuera, éste hizo saber a Quetzalcóatl,
mediante los moradores del Mictlan, que los tenía que traer de nuevo a los páramos telúricos
de la muerte: «Xoconilhuitin teteoé ca quicahuaquiuh (Vayan a decirle, oh dioses,
que los vendrá a dejar aquí)».
Quetzalcóatl le responde: «Camo ca ye ic cen niquitqui
(Pués no, me los llevo para siempre)».
Sin embargo, Quetzalcóatl desiste de su intención de llevarse los huesos «para siempre» y de evitar al hombre un retorno al Mictlan: «Ca zan niccahuaquiuh (Pues, los vendré a dejar aquí)».
Termino ávidos lectores. No se nombra en el mito una causa por la cual el ser humano creado tenga que retornar al inframundo. El estricto antagonismo de la deidad existencial y de su contraparte letal precisa lo que ha de dominar. Se enuncia un talante implícito que, así como comparecerá a dejar los huesos de los que hayan vivido, se los transportará de nuevo (éstos y otros) concibiendo asimismo la mutación cíclica existencia/muerte constitutiva de la vida, estableciendo una índole seminal de la sangre y la runa perpetua del elemento óseo.