Pequeño safari de curiosidades
Ernesto Adair Zepeda Villarreal
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Recientemente pude conocer la enigmática República de Kenya, país africano, del que sabemos más por películas que por contacto explícito. El nombre es reconocido, pero su cultura apenas es identificable, más allá de las cosas evidentes como las ropas de la tribu mazai, los safaris en plena ciudad, y su contrastante capital: Nairobi. Motivos laborales, más o menos, lo que queda es la experiencia. El viaje es largo, complejo, con varias escalas atravesando casi medio mundo en una claustrofóbica lucha contra los meridianos. Aunque en el momento no lo parece, vale la pena mantenerse dentro de una lata voladora con tal de descubrir las maravillas que hay allá afuera, salir de la cueva, diría el griego, para aligerar la cómoda capa de ignorancia. Excolonia británica, aspira a una memoria arrebatada, donde mezcla los elementos locales con los occidentales, con las dinámicas tan extrañas de los ingleses, siempre con el acento de su propia sangre remolinada en el conflicto de su historia. También ha sido una tierra donde la violencia ha germinado, pero que no se desgañita en la pena, sino en la bondad de su gente que continua pese a las heridas cerradas, pero visibles.
Y es que resulta que no son tan diferentes de nosotros, con los claroscuros que implica, con pequeños mercados no regulados donde acontece la vida, brechas y caminos ruinosos, y la opulencia mezclada junto con la mundanidad de las masas. Gustan del juego de negociar los precios, de explorar los productos, y calcular la mejor inversión posible para la casa. Gustan de la música, tan agradable entre los ritmos africanos y los bits occidentales (muy latinos), especian la comida con abundancia, y sueñan con el porvenir de los mejores tiempos. Los puestos callejeros repletos de comida, la juerga alrededor de los centros nocturnos, y los restaurantes desbordados en gala, con el sudor de los trabajadores empujando los pequeños procesos. Nairobi es una ciudad de rascacielos, pero también de largas líneas de espera para abordar el autobús, decorados como antros móviles con un sofisticado sonido de audio. Los rostros de las personas se cruzan con destellos de alegres conversaciones, la carga del trabajo, el ensueño del amor, el desvelo de poner en orden la casa. A su modo, se identifican los rasgos que los hacen iguales o diferentes, que les dan una profunda belleza estética, atractiva o exótica.
Otra curiosidad es la multipolaridad del contexto. En México estamos acostumbrados a la dicotomía aburrida del capitalismo contra la chairiza, o del sur Global contra el Imperialismo, según la cómoda bandera que cada cual escoja. Nuestro modelo cultural reconoce que hay una mezcla, como sostenía Vasconcelos, de naciones y pueblos, pero asumimos que no somos el centro natural del mundo, el ombligo de la luna. De tal manera que siempre es la lucha contra los gringos, lo malo, contra lo popular, lo bueno. No podemos definir lo popular, un tanto por chauvinismo, otro por inconsistencias en la memoria, ya que cada elemento de nuestra cultura apareció por magia, fue espontaneo; cómo va a ser posible que existan otras culturas, costumbres y tierra detrás de nuestra comida, nuestra música, nuestra identidad. Allá, en otro centro natural del mundo, la influencia británica, el poderío árabe y la neo-colonización china transcurren en el día a día, en la mercancía, en los vehículos que llenan la calle. Tal vez enfrenten las mismas contradicciones, esa falta de certeza en la identidad, aferrados a un paralelismo apuntalado en culturas internas que han ganado visibilidad, aunque no por eso derechos tácitos.
Una curiosidad adicional es la fauna, por su puesto. País desconocido, se adelanta al viajero con estatuas de animales salvajes en los camellones al salir del aeropuerto, imaginando las manadas de ñus o elefantes que tanto hemos visto en documentales. Más raro aún resulta el parque nacional pegado a la ciudad capital, los caminos con leones o jirafas, y toda la industria que se ha desarrollado en su alrededor. En pocas décadas han aprendido que es más rentable el turismo que la tradición de exterminar los espacios naturales para trabajar la tierra, rivalizando en espacio con los animales salvajes, pero no en tiempo. Un zoológico vivo, funcional, que mueve la economía de gran parte de la población; donde incluso la política pública ha encontrado sus particularidades.
La política es opaca también, las fiestas religiosas variadas, y el sueño de aspirar a ser una sociedad cosmopolita pero consistente con sus símbolos y fobias. Correr para alcanzar, aunque sin despegar por algún motivo. Poco trascendente. Las manos aprietan con la misma fuerza el azadón, y las madres regañan a los críos para que se comporten de la mejor manera posible, porque son el futuro, el modelo de lo que está destinado a ser la raza cósmica. Sin embargo, en esa alegría que no se aflige, en su trato afable, en su picardía, sostenida en la necesidad de no enloquecer por la dificultad arrastrada en la sangre. No por nada es tan fácil sentirse como en casa, así como ellos se pueden sentir en casa estando con nosotros.
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